“Globalización vs. Derechos Humanos”.
¿Pueden configurarse los Derechos Humanos como una estrategia emancipadora en el actual contexto de globalización neoliberal?
Silvina
Verónica Ribotta
Docente de la Universidad Nacional de Córdoba- Argentina. Realiza actualmente
el Doctorado en Derechos Fundamentales, en el Instituto de Derechos Humanos
‘Bartolomé de Las Casas’ de la Universidad Carlos III de
Madrid.
Abstract
Analizar la globalización versus los Derechos Humanos, nos enfrenta a la dinámica que actualmente existe entre el modelo macroeconómico de dominación y uno de sus más eficientes y funcionales discursos de legitimación. Pero, podemos preguntarnos si ésta es la única relación posible, si están los Derechos Humanos condenados a ser una justificación del modelo e, igualmente, si la globalización sólo puede tener un contenido antagónico a la calidad de vida de todos los seres humanos. Desde este artículo, intentaremos responder a estos interrogantes desde la crítica a la dinámica actual de la globalización y su relación con los Derechos Humanos, profundizando en la idea-deseo de que los Derechos Humanos pueden tener un rol emancipador que cumplir.
Conceptualizando-contextualizando la globalización actual
Para comenzar a conceptualizar la globalización es preciso contextualizarla, analizando la relación que actualmente existe entre la globalización y la trama política, cultural, económica y social en general de nuestro último siglo y de estos comienzos violentos del XXI. En el siglo XX, entre la consolidación del modelo económico capitalista neoliberal, las dos guerras mundiales, la polarización política del mundo, el crecimiento sin precedentes de las diferencias entre ricos y pobres -Norte y Sur, primer mundo y tercer mundo-, la inestable y hambrienta depresión de los países pobres, entre tantos otros conflictos, ven la luz las declaraciones de Derechos Humanos positivizados en el panorama internacional, pero qué es lo que realmente alumbran no tiene una sola respuesta. Así, con los paradigmas de la modernidad en crisis, con la postmodernidad golpeando a la puerta, con un orden económico asfixiantemente capitalista y un sistema político neoliberal, el globo se globaliza desde el occidente rico. Pero qué es aquello a lo cual nos referimos cuando hablamos de globalización, tampoco tiene una sola respuesta.
Globalización de todo, menos de la calidad de vida, que penetra en cualquier escenario y se irradia desde Europa y Estados Unidos a todos los puntos del planeta, y se respira aún en los rincones más inéditos del mundo, amalgamando escenarios, culturas y diferencias que nos identificaban, unificando formalmente a la humanidad y diferenciándonos en aquello que debería igualarnos: nuestro derecho a ser humanos y a vivir como tales.
Podemos decir, siguiendo a Fariñas, que la globalización es un término polisémico y pluridimensional -lo que lo hace susceptible de análisis interdisciplinarios y no sólo pluridisciplinarios- y que, al ser un proceso dinámico, nos conduce necesariamente a definiciones procedimentales, haciendo referencia a “una serie compleja de ‘procesos’ históricos de transformación económica, tecnológica, institucional y social”(2000, 6). Estos procesos de transformación, lejos de interpretaciones positivas de expectativa hacia sus efectos, implican que mientras más se globalizan las relaciones jurídico-económicas, “más se ‘localizan’ o se ‘fragmentan’ las manifestaciones sociales, laborales y culturales, en las cuales aquéllas han de desarrollarse, produciendo además una relación desigual entre aquéllas y éstas”(FARIÑAS, 2000, 7). De Lucas sostiene, analizando las concepciones ortodoxas del neoliberalismo económico, “que la lógica del capital, que sería la del mercado y la tecnología, impone necesariamente un orden global caracterizado por la libre circulación del capital (más que de cualquier mercancía) y el desarrollo de los elementos institucionales propios del libre mercado, que tiene como consecuencia una redefinición del Estado y sus funciones”(1998, 3). Señala, así, que los rasgos fundamentales de la globalización, además de la redefinición del Estado y sus funciones, serían la expansión del comercio multilateral, la internacionalización y la libre circulación de los mercados financieros y de la inversión extranjera, la sociedad de la información y de la comunicación, y el mercado de trabajo mundial. Explicita, de esta manera, una contradicción entre globalización y universalidad porque, aunque ambos son hijos de la modernidad, la globalización implica la imposición del modelo de modernización capitalista entrevisto por Weber -el progreso en sentido socioeconómico instrumental- mientras que el universalismo como progreso moral es el gran derrotado frente a la globalización.
En sentido similar, Beneyto expresa que la llamada globalización surge “como la manifestación de la filosofía positivista de la historia después del fin de la filosofía dialéctica de la historia” (1997, 66), entrelazada al capitalismo y a la crisis de la modernidad. El capitalismo se constituye, entonces, como la expresión más excelsa del racionalismo moderno porque es, a la vez, su mismo significante; ya que sustituye la racionalidad material por la racionalidad instrumental, pasando por la racionalidad formal. Implica, pues, una progresiva neutralización de los valores humanistas hasta arribar al imperio de la eficiencia, que es el criterio que define la razón instrumental y el objetivo último de la razón ilustrada, así como la eliminación de cualquier vestigio de valores materiales en la razón, es decir, la máxima secularización. La globalización se erige como la filosofía de la historia de la postmodernidad, como la “radicalización de la autocrítica de la razón propia de la última fase de la modernidad que acaba en el fenómeno de la llamada ‘deconstrucción’ … (convirtiéndose en) una metodología de permanente desplazamiento de la razón ... con el objetivo de conseguir su auténtica y definitiva neutralización” (BENEYTO, 1997, 69). Llama la atención Beneyto, sobre lo paradójico de entender que la globalización con su metodología de deconstrucción se identifica con el capitalismo y su metodología de “destrucción creadora”, desde que la deconstrucción de la globalización se asimila al argumento que da el capitalismo en su fase de expansión global. Entendemos que esto podría deberse a que lo que construye la globalización a partir de la deconstrucción, no es más que realidades destruidas y fragmentadas donde no hay un sentido unificador o universal, a la vez que la universalidad totalitaria se ubica en el nuevo trío sagrado del libre comercio- desregulación- eficiencia de los mercados financieros, que son los mecanismos a través de los cuales se construye o deconstruye esta nueva realidad destruida. Así, surge una nueva universalidad, sobre la que aspiraba la primera filosofía moderna pero, esta vez, basada en la eficiencia, la precisión y la globalidad de los mercados financieros internacionales, ya que “en la globalización del capitalismo se manifiesta la universalidad del principio de racionalidad instrumental” (BENEYTO, 1997, 70).
Podemos entender a la globalización, entonces, como un proceso de reconfiguración del mundo, donde se deconstruye-construye un nuevo orden mundial. Por ello, Arnaud y Fariñas diferencian el proceso de globalización de los procesos de mundialización y los de internacionalización. La mundialización sería el proceso de colonización en el cual se cierran las fronteras y se forman los Estado-Nación, mientras que la internacionalización permitiría simbólicamente la apertura de los Estados-Nación para relacionarse entre ellos y establecer cooperaciones internacionales. En cambio, la globalización o transnacionalización sería aquel proceso en el cual se pone en crisis al Estado-Nación, ya que no se habla de una relación interestatal sino transestatal donde no hay apertura de fronteras sino desaparición de éstas o, al menos, permeabilidad de las decisiones políticas y económicas y desterritorialización de las relaciones sociales en general que se extiende a todos los aspectos de la realidad social, económica, política y cultural (ARNAUD y FARIÑAS, 1996, 276; FARIÑAS DULCE, 2000,9). En este sentido, Sousa Santos ubica a la globalización como una de las tres tensiones medulares que la modernidad occidental enfrenta actualmente, junto a la tensión entre la regulación social y la emancipación social, y a la tensión dialéctica entre Estado y sociedad civil, y la ubica entre el Estado-Nación y la globalización; ya que el modelo político de la modernidad occidental eran los Estados-Nación soberanos que es precisamente lo que la globalización ha erosionado (1997, 4).
Igualmente, entendemos que la globalización no es un concepto ahistórico que genera un nuevo orden, sino que “desordena el capitalismo keynesiano”, ya que le quita límites, garantías, valores y controles, con lo que puede entenderse como una fase más del capitalismo que conlleva, finalmente, “al quiebre de la solidaridad orgánica y al establecimiento de la eficiencia financiera como el valor central”(FARIÑAS, 2000, 9). En este sentido, la globalización es una nueva etapa histórica del capitalismo moderno y del sistema geopolítico mundial que implica –como señala Fariñas- “una segunda revolución capitalista … el triunfo definitivo del capitalismo desarrollado globalmente y de su ideología política … el neoliberalismo político y económico”(2000, 10). Este proceso, conlleva un ajuste estructural que implica la privatización y la disminución del papel del Estado Social y la hegemonía de los conceptos neoliberales en materia de relaciones económicas, impulsando la tendencia generalizada en el mundo a la democratización, al Estado de Derecho con economías liberales y a la aparición de actores supranacionales y transnacionales promotores de la protección de los derechos del hombre como las organizaciones no gubernamentales. Así, los caracteres fundamentales de la globalización se refieren a “un cambio en los modelos de producción que contribuye al surgimiento de una nueva división internacional del trabajo, al desarrollo de los mercados de capitales establecidos más allá de las naciones y de sus fronteras, a una creciente expansión de las multinacionales con poder negocial” a escala planetaria, y a la importancia creciente de los acuerdos comerciales entre naciones que permiten la “formación de grandes bloques económicos regionales que terminan imponiéndose a los derechos nacionales basados en un derecho internacional del comercio” (ARNAUD y FARIÑAS, 1996, 272).
Dentro de este escenario nos encontramos con que en esta avalancha de globalización también los Derechos Humanos se han globalizado, pero he aquí una importante tensión -como le llama Sousa Santos-, ya que la política de Derechos Humanos es una política cultural y hablar de cultura nos remite a diferencia, a particularidad, a identidad, a hombre situado. Por ello, se pregunta este autor, “¿Cómo pueden los Derechos Humanos ser al mismo tiempo una política global y una política cultural?”, respondiendo desde una dimensión más social y cultural, refiriéndose a globalizaciones -en plural-, como el “proceso por medio del cual una condición o entidad local dada tiene éxito en extender su rango de acción sobre todo el globo y, haciéndolo, desarrolla la capacidad de designar a una condición o entidad rival como local”(SOUSA SANTOS, 1997, 5). Así, entenderá que en el sistema mundial capitalista de occidente la globalización no es, ni más ni menos, que la globalización exitosa de un localismo dado, donde resulta fácil encontrar una referencia cultural específica; a la vez que la globalización siempre conlleva la especial localización de algún localismo triunfador. De esta forma, Sousa Santos hablará de diferentes modos de producción de la globalización: una globalización desde arriba que incluye al localismo globalizado y al globalismo localizado, y una globalización desde abajo que implica el cosmopolitismo y la herencia común de la humanidad (1997, 6). El localismo globalizado responde a la conceptualización desde dimensiones sociales y culturales de la globalización propiamente dicha, donde un localismo se globaliza exitosamente frente a otros. El globalismo localizado, por su parte, es el impacto de la globalización sobre condiciones locales que traen como consecuencia su desestructuración y reestructuración -deconstrucción y destrucción creadora que señalaba Beneyto-. Así, el globalismo localizado es no sólo el impacto sino la huella, que muchas veces es herida, que las globalizaciones van dejando en los distintos localismos sobre los que se encuentra dominando. Por ello, entiende Sousa Santos que el “sistema mundial es una red de localismos globalizados y de globalismos localizados”(1997, 6) en la que los países centrales -primer mundo- se especializan en localismos globalizados, o sea en la globalización propiamente dicha y a los países periféricos -países en desarrollo, empobrecidos o tercer mundo- se les imponen los globalismos localizados, se les obliga a vivir en escenarios donde se desestructuran todos sus parámetros culturales, su idiosincrasia, sus formas de vida, y se le reconstruyen a la manera destructiva creativa que tiene el capitalismo, construyéndoseles una historia y una cultura que permita y no cuestione la dominación hegemónica, que es lo que denomina globalización desde arriba. A la globalización desde abajo, una globalización contrahegemónica, la define desde el proceso de cosmopolitismo como la reorganización de Estados-Nación, de organizaciones, de grupos sociales y culturales, de regiones, en fin, de cualquier escenario social dominado que se organiza transnacionalmente para defender sus intereses comunes, utilizando en su beneficio los instrumentos que la propia globalización trae consigo. El cosmopolitismo es una estrategia de enfrentamiento a la globalización con los mismos instrumentos que ésta utiliza, pero con objetivos emancipadores, es como un quedarse con el vuelto del proceso de dominación. Así, encontramos a organizaciones no gubernamentales, a grupos sociales y culturales organizados mundialmente, dialogando con centros de poder, con redes de grupos de desarrollo, con grupos económicos, con organizaciones internacionales. Por último, a la herencia común de la humanidad la relaciona con problemas de naturaleza global, como la sostenibilidad de la vida humana, los temas ambientales, la exploración del espacio, entre otros.
Lo que se globaliza y lo que no se globaliza
Vemos, entonces, que si hay un localismo que se globaliza mediante la dominación y la imposición frente a otros localismos hay, por ende, determinados factores, ideologías, modelos, personas que son los que se globalizan, mientras otros se marginan. Podemos decir que se globaliza la democracia representativa formal, pero sólo en su faz política y no social ni económica. Se globaliza un modelo de Estado mínimo, de Estado privatizado, de democracia formal compatible con el libre mercado y las políticas neoliberales, y se marginan otras formas de gobierno y de Estado, como el Estado Social de Bienestar, el Estado Islámico, el Estado Comunista. Se globaliza un determinado modelo de economía, el neoliberalismo capitalista, arrasando con las garantías de la vida y el bienestar de la mayoría de la humanidad, concentrando el capital en pocas manos y aumentando desmedidamente las diferencias entre los polos mundiales de riqueza y pobreza, globalizando el valor de la eficiencia por sobre el valor de la igualdad y la justicia. Se globaliza un determinado modelo de organización laboral, de flexibilización de las otrora garantías laborales, de desaparición de las conquistas sindicales, de empresas transnacionales con capital difuso, nómades entre los países pobres que más condiciones de ganancia y menos de derechos laborales y presión fiscal le ofrezcan, un modelo que margina el trabajo como actividad que permite desarrollar instancias sociales colectivas, apropiación del espacio y estructuración de estrategias para llevar adelante planes de vida libremente elegidos. Se globaliza, entonces, un modelo de rapiña entre los países pobres como política de supervivencia, un modelo que alimenta la corrupción de los dirigentes políticos y sindicales, provocando que “muchos países llamados semiperiféricos se vean obligados a modificar sus legislaciones laborales y tributarias, haciéndolas menos proteccionistas hasta el punto de competir entre ellos, para conseguir el mejor tipo de inversión extranjera en sus territorios” (FARIÑAS, 2000, 23), obligados a privatizar masivamente las industrias y servicios nacionales, a producir verdaderos crímenes ecológicos, y en síntesis, a empobrecerse económica y culturalmente, alienando la –ya escasa de por sí- solidaridad entre los países pobres del mundo. Se globalizan las fronteras de los capitales y el dinero, pero no se globalizan las fronteras para las personas, o, mejor dicho, para todas las personas con independencia del color de su piel, de su situación social y económica, de su religión, de su raza, con lo que se genera un nuevo tipo de apátridas, emigrantes económicos, “carentes de identidad como consecuencia de su falta de competencia económica y de su imposibilidad para acceder a los mercados de consumo”(FARIÑAS, 2000, 21). Se globalizan los territorios de los Estados para formar esta aldea global y la soberanía pareciera que pasa al cajón de los recuerdos pero, los países más ricos del planeta o las uniones entre éstos, siguen manteniendo fuertes políticas proteccionistas de sus industrias y sus producciones, convierten a la ciudadanía en una carta de privilegio y han reavivado una carrera armamentista de sus intereses y de sus capitales que creíamos olvidada en el siglo XX. Se globaliza la cultura occidental, por lo que Fariñas define el proceso de globalización como un proceso de occidentalización, “un nuevo proceso de aculturación de un determinado modelo social, político, económico, jurídico, cultural y medioambiental”, que conlleva “el triunfo definitivo de la razón instrumental y de la racionalidad universal del mercado y del dinero”(FARIÑAS, 1997, 9). Un nuevo intento de homogeneizar la pluralidad, neutralizando y controlando las diferencias que amenazan a la imposición del modelo civilizatorio (FARIÑAS, 2000, 21). De la misma forma, Sen advierte “del abrumador poder de la cultura y del estilo de vida occidentales para socavar los modos de vida y las costumbres sociales tradicionales”, y de cómo “occidente sigue dominando tanto como antes y, en algunos aspectos, más que antes, sobre todo en temas culturales”(SEN, 2000, 291).
Se globaliza, de esta forma, un modelo de sociedad fragmentada y aislada donde se mina el concepto de humanidad como iguales en la diferencia, para marginarse la humanidad como cuerpo social, como igualdad garantía frente a la discriminación y como diferencia que permite la identidad y la autonomía. Con todo lo cual, se globaliza un determinado modelo local cultural y se margina toda cultura que pueda resultar emancipatoria para el hombre y pueda convertirse en obstáculo de la dominación, lo que implica aniquilar para la mayoría de la humanidad aquello que se defiende sin dubitaciones para una minoría selecta y lo que es la bandera del neoliberalismo: la libertad como posibilidad de ejercicio real de la autonomía de la voluntad (ver VAN PARIJS, 1993 y 1996). Hoy, capitalismo, neoliberalismo y globalización -pensamiento único-, son impuestos por los poderes mundiales centrales como realidades históricas connaturales a la esencia humana y, no sólo compatibles, sino posibilitadores de la defensa de la humanidad. Por ello, -dirá Fariñas- el proceso de globalización arrastra una “actitud generalizada e incuestionada de consolidación de las democracias neoliberales, de la economía capitalista, de los mercados financieros, de la concentración de poderes transnacionales en manos de multinacionales occidentales y del respeto universal y formal por los Derechos Humanos individuales, así como una fuerte dependencia económica de los países del tercer mundo respecto a los del denominado ‘primer’ mundo, a la vez que una inevitable interdependencia entre éstos últimos”(1997, 9).
Esa es la gran paradoja y el gran engaño ya que, como hemos analizado, la globalización que vivimos actualmente es un modelo de dominación que abraza la ideología neoliberal capitalista que presupone un modelo de democracias y de Estados de Derecho que van de la mano de economías liberales que se presentan con discursos de defensa de los derechos del hombre, pero con políticas desde las que no sólo es imposible la defensa de la vida y de la humanidad, sino que muchas veces configuran flagrantes violaciones a los mismos. Un modelo de globalización con pretensión de universalidad, pero que impide la universalización de la satisfacción de las necesidades básicas de millones de seres humanos, aumentando inexorablemente las desigualdades económicas mundiales. Una globalización que mantiene la dominación de un primer mundo sobre otros terceros o cuartos -siempre últimos en la redistribución de los beneficios-, donde malviven millones de niños, mujeres y hombres que no tienen, ni tendrán, como lo predijo Malthus, lugar para ellos en la mesa de los manjares mundiales. Una globalización que esclaviza la vida de millones de seres humanos pobres -latinoamericanos, africanos, árabes, orientales, europeos del este, aborígenes- que trabajan en condiciones infrahumanas y alejados de la posibilidad de poder acceder a los beneficios del primer mundo, ya que la globalización no globaliza las fronteras para que las cruce el inmigrante pobre.
Así, el modelo de globalización que se nos presenta como incuestionable es una ideología que borra diferencias culturales para homogeneizar pobreza y desamparo, para desestructurar identidades e historias y construir-destruir creativamente sobre ellas una razón instrumental basada en criterios de eficiencia financiera, compatibles y posibilitadores de un modelo de dominación y sujeción. De esta forma, se habrá conseguido, como dice Beneyto, normalizar las alternativas culturales para que no sean obstáculo a la dominación de un localismo, ya que “la homogeneización está bien en marcha y, una vez conseguida la transformación capitalista del antiguo bloque soviético, el objetivo inmediato es China, y, después el último reducto, el mundo del Islam”, desde que los “los benéficos efluvios del libre comercio y la expansión del capital deben llegar a todos los hombres de buena voluntad”(1997, 65). Hoy, podemos ver que las conclusiones a las que llegaba Beneyto son sangrantes realidades. El antiguo bloque soviético ya ha sido transformado y es un aliado de las políticas estadounidenses. China ya fue captada, en gran parte, por la economía de mercado y el consumismo, con lo que el resto es cuestión de tiempo. Más compleja resulta la conquista del mundo del Islam, pero el atentado del 11 de septiembre y sus posteriores consecuencias en la política internacional desnudan las verdaderas intenciones del modelo macroeconómico -combinación de dominio militar e imperialismo económico- que Estados Unidos, legitimado por el silencio europeo, despliegan sobre el mundo islámico y todo diferente que se revele, en busca del poder del petróleo y del control de las principales reservas energéticas del mundo con las cuales garantizar su hegemonía mundial.
Con estos análisis, quién puede negar que la actual globalización es un fenómeno ideológico que acompaña a esta nueva revolución del capitalismo, que implica su desorden y el desprendimiento absoluto del modelo keynesiano de Estado de Bienestar, para arrastrarnos a un modelo de mundo, no ya de Estados, de malestar, de muerte, de hambre de la mayoría, y de excelencia hegemónica de una selecta minoría. En este escenario, ¿qué posibilidades le quedan a los Derechos Humanos?
Los Derechos Humanos y el sistema de derechos estatal
Podemos sostener que en nuestro contradictorio y paradójico mundo occidental, el one world americano y/o la europa unida y liberal, que no es todo el mundo pero aparentan serlo, el derecho cumple tres funciones básicas o últimas como les llama Ferrari, la función de orientación social, de tratamiento de conflictos declarados y de legitimación del poder (1989,131). Podemos asumir que éstas serían tres funciones medulares del derecho en los actuales contextos y que, por ser los Derechos Humanos un subsistema de éstos, cumpliría, al menos, estas funciones. La cuestión radica en preguntarnos si estas son y acaban las funciones de los Derechos Humanos, si los entendemos simplemente como un subsistema más dentro de los diferentes subsistemas del derecho y, por ende, nos conforma que cumpla las mismas funciones que éste, o si le damos un contenido distinto, con una función diferente frente al sistema de derechos de cada Estado. Pensamos que si entendemos a los Derechos Humanos como cumpliendo las funciones del sistema de derechos en general, le privamos de función distintiva; ya que éste se justifica en la medida que aporta garantías a los seres humanos, primero frente al poder del Estado, luego en reclamo al Estado, y ahora también en protección y reclamo frente a particulares y otros poderes, lo que implica garantías superiores o, por lo menos, distintas a las del derecho ordinario. En este sentido, Sen prefiere concebir a los Derechos Humanos “como una serie de demandas éticas, que no deben identificarse con los derechos legales legislados”(2000, 279), como un sistema de razonamiento ético que sirva de base para plantear demandas políticas. Fernández García, por su parte, plantea los Derechos Humanos como una ética globalizada, como una ética de mínimos, pero siempre que se configuren en el ámbito social y público como un modelo ético de convivencia que actúe sin pretensión de globalizarse o universalizarse y nunca intentando sustituir las éticas personales e individuales, porque de hacerlo conllevaría el riesgo de destruir la libertad humana (2001, 86).
Los Derechos Humanos condicionados por el actual contexto de globalización, y si actúan coherentemente con él, cumplirán las funciones mencionadas por Ferrari porque otras no le serán permitidas, ya que un sistema de Derechos Humanos con discurso emancipatorio y reivindicatorio realmente, es incompatible con un contexto de globalización que sólo los entiende como derechos liberales, individuales y universales (ver FARIÑAS, 2000, 22). Igualmente, cuando se rechazan derechos porque atentan contra la libertad, aún cuando estos sean los derechos sociales, económicos y culturales, se impone una prioridad de la libertad de mercado sobre una libertad real para todos, y significa en la práctica la legitimación de la explotación de los seres humanos y de la naturaleza, incrementando aún más la diferencia entre el Norte y el Sur, que no es otra que la diferencia entre ricos y pobres (ver FARIÑAS, 1997, 10)12.
De Lucas, por su parte, advierte de la aparente paradoja a la que nos enfrentan los Derechos Humanos cuando, por un lado, todos los aceptan en su discurso formal al tiempo que cada vez hay más violaciones a los mismos (1998, 3; FARIA, 1996, 21). Pero, estos Derechos Humanos que son aceptados están vaciados de contenido reivindicatorio, de crítica, de acción emancipadora, y se han integrado-asimilado al discurso hegemónico. El ejemplo más claro de esta paradoja lo podemos encontrar en la política de los EE.UU., el estado que se arroga el deber-derecho de proteger al mundo de las violaciones a los Derechos Humanos, pero desde el cual se vetan las Resoluciones del Consejo de Seguridad y se votan en contra de las Resoluciones de la Asamblea General cuando son condenados ellos o sus aliados de turno –léase actualmente Israel- por flagrantes violaciones a los Derechos Humanos. EE.UU no ha ratificado la Convención de los Derechos del Niño – el único estado, junto a Somalia-, no es parte del Tribunal Penal Internacional, sigue manteniendo la pena de muerte en muchos de sus estados y, como vimos, utiliza el terrorismo de estado como consuetudinaria política exterior (ver CHOMSKY, 2001, cap. 9 y 10; y 1997). Podríamos decir, en la terminología de Chomsky, que EE.UU. es el verdadero estado canalla de los últimos tiempos -un Estado que no se considera obligado a actuar de acuerdo con las normas internacionales (2001, 9)-, aunque, para ellos, los actuales estados canallas sean Irak, Libia, Cuba y Corea del Norte. Podemos reconocer, de esta forma, que esta calificación no está relacionada únicamente al cumplimiento o no de los Derechos Humanos, ya que un estado canalla “no es sencillamente un Estado criminal, sino un Estado que desafía las órdenes de los poderosos, quienes, desde luego, están exentos”(CHOMSKY, 2001, 45).
Pensados así, los Derechos Humanos se siguen moviendo en la línea de las funciones planteadas por Ferrari, con lo que, en lugar de transformar la función de legitimación del poder, se transforman en herramientas de ese poder otorgándole mayor legitimidad y convirtiéndose en la estrategia discursiva funcional del capitalismo neoliberal y de la democracia formal -pensamiento cero–. Por lo tanto, si esperamos una democracia participativa que defienda derechos sociales, económicos y culturales, que persiga el bienestar y la calidad de vida de todos los ciudadanos, una democracia pluralista y abierta, tenemos que reinvindicar el rol de un Estado social fuerte que sea garante de la igualdad real en este mundo globalizado. Como recuerda Faría, “sin estabilización económica y sin reforma social”, la democracia entendida como un orden político nuevo, justo y legítimo, “no consigue consolidarse de manera definitiva ... revelándose incapaz de asegurar un progreso material mínimo y de administrar el ejercicio naturalmente conflictivo de la ciudadanía”(1996, 20). Por ello, la pérdida de gobernabilidad que se da en los países pobres en beneficio de los dominadores del proceso de globalización, donde aquellos no tienen más opción que acatar las decisiones que se toman desde otros polos de poder, desde la mesa de los globalizados, si no quieren ser bloqueados, condenados internacionalmente, presionados o hasta entrar en guerra con los poderes centrales. Hoy, son los organismos internacionales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, entre otros, los que establecen los ritmos y las decisiones económicas que ejecutan con prolijidad los representantes -títeres- políticos de los países pobres, y siempre en beneficio de los países ricos. Esta progresiva regresión del Estado nacional, que implica por parte del mercado una expropiación al Estado –Estado Social de Derecho- de sus funciones protectoras, conlleva serias imposibilidades a la hora del reconocimiento de derechos mínimos de la sociedad y la garantía de una calidad de vida adecuada, con lo cual aumentan los índices de pobreza absoluta, desempleo, analfabetismo, desnutrición y hambre. De esta forma, la globalización y su modelo democrático funcional, están desdibujando las fronteras entre lo público y lo privado, prevaleciendo los criterios de eficiencia y productividad sobre los criterios sociales de justicia que habían sido conquistados en las democracias modernas. Con lo que, lejos de significar mejoras en los índices de desarrollo humano, nos destinan a retrocesos considerables en el logro de la satisfacción de las necesidades básicas de la mayoría del mundo, violándose principalmente los derechos sociales, económicos y culturales (ver FARÍA, 1996, 31; FARIÑAS, 2001, 25; FERNÁNDEZ LIESA, 1999, 58).
Los Derechos Humanos y su función emancipatoria
¿Cómo entender, ahora, la democracia como plataforma para la reivindicación de Derechos Humanos en pueblos que no pueden pensar cívicamente porque tienen el estómago vacío, pueblos diezmados por deudas externas que asfixian sus débiles economías y por gobiernos corruptos, dónde los que los ayudan humanitariamente son los mismos organismos que los hunden en la miseria y el descontrol?. ¿Cómo concebir a la democracia como plataforma de emancipación, cuando nos referimos a democracias prestadas a los países pobres sin condiciones para un real ejercicio de la ciudadanía? De la misma forma, Sen se hace la pregunta central de la filosofía moral y política, “¿qué es lo primero que hay que hacer? ¿erradicar la pobreza y el sufrimiento o garantizar las libertades políticas y los Derechos Humanos que de poco les sirven de todos modos a los pobres?”(2000, 184). Las posibles respuestas apuntan a que la verdadera cuestión es abordar las conexiones que existen entre las libertades políticas y la comprensión y la satisfacción de las necesidades económicas, conexiones que no sólo son instrumentales sino también constructivas. La democracia, entiende Sen, es un componente necesario pero no suficiente para el desarrollo social, y necesita ser complementado con derechos sociales que garanticen calidad de vida; ya que “tan importante es subrayar la necesidad de democracia como salvaguardar las condiciones y las circunstancias que garantizan el alcance del proceso democrático”, para que funcione realmente como principal fuente de oportunidades sociales (SEN, 2000, 198). Van Parijs, por su parte, expondrá que el principio de libertad real máximo para todos, que articula igualmente la libertad, la igualdad y la eficiencia -como capacidad de producir los medios materiales que constituyen el sustrato de la libertad real de todos-, es una buena respuesta no sólo a qué es una sociedad justa sino que también es una respuesta coherente a los neoliberalismos actuales. Demuestra, de esta forma, cómo en el plano del funcionamiento interno de nuestras sociedades industriales occidentales y en el de las relaciones internacionales, la posición real libertariana “ofrece una alternativa sólida al neoliberalismo, con la doble ventaja de atacarlo en su propio terreno -la libertad- en su componente fundamental, y de invocar un criterio normativo preciso -el ‘maximin de libertad real’- frente a un componente instrumental”(VAN PARIJS, 1993, 191).
Como parte de estas discusiones, también podemos reflexionar sobre cómo, anteriormente, los movimientos de izquierda veían a los Derechos Humanos como parte de la política de la Guerra Fría, por lo que seguían prefiriendo el lenguaje de la revolución y el socialismo que tenían, todavía, sentido emancipatorio. Pero hoy, nos encontramos que estos mecanismos también están en crisis, se han globalizado y las fuerzas de izquierda están comenzando a ver en los Derechos Humanos una estrategia importante como instrumento emancipatorio. Pero no con cualquier contenido, sino –como afirma Sousa Santos- bajo determinadas condiciones que resalten y apoyen “el potencial emancipatorio de la política de los Derechos Humanos” como política global y política cultural, o sea, teniendo en la mira “tanto la capacidad global como la legitimidad local para una política progresista de los Derechos Humanos”(1997, 3). De la misma forma, Fariñas entiende que es necesario desarrollar mecanismos de reideologización de los Derechos Humanos, para que “puedan seguir siendo lo que históricamente siempre fueron … elementos o ‘símbolos’ emancipatorios para los seres humanos, y no mecanismos formales de legitimación de un poder o una ideología panuniversalista y paneconomiscista, como la que subyace a la globalización neoliberal”(2000, 2). Como vimos, Sousa Santos se orienta hacia la posibilidad de concebir a los Derechos Humanos desde el cosmopolitismo, como una globalización desde abajo, centrándose especialmente en los aspectos culturales; ya que para poder operar como una forma cosmopolita y contrahegemónica de globalización, los Derechos Humanos deben ser reconceptualizados como multiculturales”(1997, 7). El multiculturalismo, afirma, es una precondición de relaciones mutuamente reforzadas y en equilibrio entre competitividad global y legitimidad local, los dos elementos básicos de una política contrahegemónica; ya que, aunque hay cuatro regímenes de Derechos Humanos en nuestros tiempos -el europeo, el asiático, el americano y el africano-, hay sólo una visión de éstos que parte desde supuestos occidentales, liberales y capitalistas. En este sentido, observamos las prácticas contrahegemónicas que se han ido manifestando en distintos lugares del mundo y por diferentes demandas –aunque se podría afirmar que por una misma causa- que esperan que los Derechos Humanos como sistema asuman una verdadera política emancipatoria pasando de ser un localismo globalizado a ser un proyecto cosmopolita. De ello dan cuenta los movimientos de resistencia, aquellos que creen que otro mundo es posible, tanto en Porto Alegre, en Seattle, Praga, Gotemburgo, Génova, Barcelona y otra vez Porto Alegre, y en todas y cada una de las movilizaciones populares que en todo el mundo están reclamando alternativas al modelo hegemónico. Grupos que hacen oír sus diferentes reclamaciones con grandes riesgos por las persecuciones ideológicas, estigmatizaciones, y violencia física a los que son sometidos, y que reclaman tanto nuevos derechos como el resurgimiento de viejos derechos que han dejado o están dejando de ser protegidos.
Entendemos, de esta forma, que la construcción de un proyecto cosmopolita sólo es posible desde la comprensión de que no tiene por qué haber una cultura dominante, una cultura que piense por las demás e indique qué es lo correcto, y de que son necesarios los diálogos entre diferentes culturas acerca de aquellos principios relacionados a la humanidad y al valor de la vida -dignidad-, que puede tener un contenido distinto en cada cultura y no en todas valer como Derechos Humanos. Así, partiendo de la incompletitud recíproca de cada cultura y del igual valor de todas ellas, se hace necesario un diálogo que desde la hermenéutica diatópica pueda estructurarse como una estrategia cosmopolita (ver SOUSA SANTOS, 1997, 9) y, desde allí, reinventar una racionalidad jurídica plural y compleja para que los Derechos Humanos reideologizados puedan funcionar como una racionalidad adaptada al pluralismo jurídico regional, mundial e internacional (ver FARIÑAS, 1997, 13). Una reideologización de los Derechos Humanos para que, dejando de ser un imperialismo occidental, pasen a convertirse en un “‘símbolo’ de referencia (que hagan posible) el desarrollo del universalismo de la diferencia o … la globalización del cosmopolitismo”(FARIÑAS, 2000, 34). Por ello, y teniendo en cuenta que en el actual contexto de globalización los “Derechos Humanos abordados desde una perspectiva esencialmente política, o sea, como promesa emancipatoria ... casi siempre consisten en una amenaza al orden establecido”(FARÍA, 1996, 39), entendemos que esa debe ser, precisamente, su función más relevante. Función emancipatoria y de denuncia, que revitalice un concepto de Derechos Humanos que no sea funcional a un sistema de globalización y de capitalismo, sino funcional con los valores de humanidad y de justicia. Los Derechos Humanos deben retomar, como recuerda Fariñas, desde una perspectiva sociológica de los Derechos Humanos, el análisis crítico de una determinada construcción social de la realidad, una “crítica ideológica a la sobreideologización dominante en el ámbito de los Derechos Humanos que se utiliza como medio de dominación política, cultural, económica y medioambiental”. Así, los Derechos Humanos tienen, como deber ser, que denunciar una determinada “instrumentalización del discurso ‘moderno’ de los Derechos Humanos por parte del poder político y económico”; ya que la ideología que se encuentra detrás de ese discurso dominante, es la ideología de la burguesía capitalista, que utilizó “la concepción ‘moderna’ de los Derechos Humanos como una especie de ‘lujo politizado’ de una determinada clase (burgués liberal), género (hombre) y raza (blanca) de individuos”(FARIÑAS, 1997, 15).
Los Derechos Humanos se encuentran, entonces, en una encrucijada vital: o siguen como están, siendo parámetro legitimador de la globalización actual, alejados por completo de la faz emancipadora y sin reclamar para sí funciones especiales que le identifiquen del sistema jurídico ordinario. O bien, asumen un cariz emancipador y libertador y se reconstruyen (o construyen) como instrumento de crítica, de análisis, de lucha y de reivindicación. La alternativa es la reideologización de los Derechos Humanos -como dice Fariñas- frente a la ideología de la globalización contemporánea, desde la que sea posible reclamarles otras funciones que le permitan ser instancia y escenario de diálogo intercultural entre todas las culturas, una red de política cosmopolita en la que puedan construirse estrategias de liberación y de calidad de vida desde el lenguaje de la emancipación, decodificando y deslegitimando los discursos y las prácticas de dominación, constituyéndose en interlocutor válido y fuerte frente a las instancias de poder para que la efectividad de los Derechos Humanos no sea sólo una quimera.
En este mismo sentido, también la globalización puede ser diferente. No vemos, como muchos, que la solución sea más globalización, porque este modelo de globalización tiene unos objetivos muy claros y en ellos no entra como alternativa válida la búsqueda de una calidad de vida igualmente adecuada para todos. Es cierto que la globalización es susceptible de lo peor y de lo mejor, y que ahora estamos viendo sólo una cara. Por ello, creemos que es posible una globalización diferente, una globalización contrahegemónica, desde abajo -al decir de Sousa Santos-, donde lo que se globalice sea el bienestar de toda la humanidad como iguales en derechos pero diferentes en nuestra identidad como seres culturales. Es necesario, entendemos, pronunciarnos en contra de la racionalidad instrumental eficientista de las políticas del capitalismo neoliberal imperante, porque otro mundo es posible sólo si es posible la redistribución de las riquezas mundiales, que garanticen sin fisuras la igualdad y la libertad reales de todos los seres humanos.
Por todo ello, y ubicándonos en el actual escenario de la globalización económica, cultural y política mundial, consideramos que el gran reto que tienen los Derechos Humanos en el siglo XXI consiste en la posibilidad de convertirse en estrategia de emancipación. Y el gran dilema, en si el sistema globalizado neoliberal actual le permitirá transformarse en instrumento de liberación que le exija valorar la vida y la humanidad sin condicionamientos. Esta es, también, una pregunta sin una sola respuesta. Quizás, podemos tener una instintiva, que enseña la historia, donde se cuenta quiénes son los que siempre ganan. Pero, también, podemos tener otra, la que abrigan las utopías en algún rincón, aquella que nos dice que no hay cosas imposibles y que siempre vale la pena intentarlo.
Artículo aparecido en la web del Instituto Internacional de Gobernabilidad
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