Soy nieto de un desaparecido. Mi abuelo se llamaba
Emilio Silva Faba. Lo mataron a tiros junto a otras
trece personas y lo abandonaron en una cuneta, a la
entrada de Priaranza del Bierzo. Todas sus honras
fúnebres consistieron en un agujero y unas palas de
tierra bajo las que todavía hoy están sus restos.
Su hijo, Ramón Silva, tenía ocho años cuando le
acompañó hasta la puerta del ayuntamiento de
Villafranca. Esa fue la última vez que le vio. Más
tarde, otro de sus hijos, Manolo, que tenía seis años,
fue a verle con su madre. Mi abuelo le dio a su mujer,
Modesta Santín, un reloj y un anillo con sus
iniciales. Cuando le dijeron adiós ella ya presentía
que no lo vería nunca más. A la mañana siguiente,
Emilio, otro de sus pequeños, de 10 años, fue a
llevarle el desayuno. El guardia que había en la
puerta del ayuntamiento le dijo que no sabía nada de
su padre, que no estaba allí y que posiblemente habría
saltado por una ventana.
Mi abuela, Modesta Santín, y sus seis hijos se
quedaron sin padre. Otras trece familias, las de los
compañeros que murieron asesinados junto a él, se
quedaron sin padre, sin tío, sin hermano... Ocurrió el
16 de octubre de 1936. El pasado sábado, sesenta y
cuatro años despues, pudimos poner una placa en
memoria de los muertos. El mármol decía: "A todos los
que dieron su vida por la libertad y la democracia".
Pronto se abrirá la fosa y serán exhumados los restos.
Por fin sus familiares tendrán un cementerio donde
visitarles. Pero no a todos. Diez de ellos aún no
tienen nombre. No sé quiénes son. He rastreado la
historia sin dar con ellos.
Pero hay otra historia que sí puedo contar. El largo
camino recorrido para rescatar a mi abuelo y a sus
compañeros del olvido.
MÁS MUERTOS FUERA DEL CEMENTERIO QUE DENTRO
Mi abuelo siempre había sido una referencia para mí.
Había escuchado las historias sobre su integridad en
la defensa de sus ideas republicanas y de izquierdas y
sobre su trágica muerte. El pasado 7 de marzo decidí
que mi abuelo dejara de ser un relato familiar. Sus
restos estaban en un lugar que yo desconocía. Pero
estaba dispuesto a cambiar el final de su historia.
Hasta ese momento la historia que yo conocía era la
siguiente. Mi abuelo había sido llamado al
ayuntamiento la tarde del 15 de octubre de 1936. No
era la primera vez. En anteriores ocasiones le habían
confiscado productos de su almacén, que se llamaba La
Preferida y estaba en un extremo del viaducto
villafranquino. Pero esa noche lo dejaron detenido. El
calabozo de Villafranca estaba lleno de gente. A media
noche sacaron a quince presos y los metieron en un
camión de gaseosas Olarte. El camión salió por la
carretera hacia Ponferrada. Cuando llegaron al lugar
donde los fusilaron lo aparcaron y dejaron los faros
encendidos. Los quince prisioneros fueron bajando. Uno
de ellos, Leopoldo, el de Trabadelo, echó a correr
hacia la oscuridad. Los asesinos dispararon pero no le
alcanzaron. Como la noche era cerrada no se atrevieron
a buscarlo. Tenían que terminar lo antes posible el
trabajo que les había llevado hasta allí.
Leopoldo se alejó a una distancia prudencial. Al ver
que no le seguían presenció la ejecución. Pasó toda la
noche corriendo con tan mala fortuna que cruzo dos
veces el río. Y al amanecer estaba en el mismo sitió
donde habían ejecutado a sus compañeros. Faltaba uno
de los cadáveres que al parecer su familia se llevó de
madrugada. Con la luz del día se orientó hacía su
pueblo. Llegó a Pereje y se encontró con un vecino en
el que podía confiar. Allí lo curaron y él relató lo
ocurrido. Durante el tiempo que vivió, antes de ser
abatido a tiros por la guardia civil en Sotogayoso, no
dejó de contar lo que pasó aquella terrible noche.
Ahora, tantos años después, yo trataba de recomponer
un puzzle que tenía sus piezas en las memorias de
muchas personas distintas.
La primera persona que vio llegar a Leopoldo fue el
hermano de Arsenio Jurjo . Arsenio fue mi primer
contacto en Ponferrada. Juntos fuimos hasta Villalibre
de la Jurisdicción. Él llevaba años pensando que allí
estaba la fosa. Bajamos del coche y comenzamos a
preguntar a los paisanos de más edad. Primero nos
presentábamos y después les preguntábamos por una fosa
con trece o catorce hombres que habían sido fusilados
el 16 de octubre de 1936. La gente reaccionaba bien.
Un vecino del pueblo nos anunció lo que nos esperaba:
"En este pueblo hay más muertos fuera del cementerio
que dentro". Recorrimos más de quince fosas en los
alrededores. De las catorce personas con las que
hablamos, de entre cincuenta y ochenta años, todas
conocían perfectamente dónde estaba cada fosa y cuánta
gente había dentro
Un vecino que tenía diez años la noche de aquel
fusilamiento lo recordaba todo. Se despertó con el
ruido de las detonaciones. Fue corriendo a la
habitación de sus padres. A la mañana siguiente vio un
círculo de gente a la entrada de Priaranza. Su madre
no le dejó acercarse pero le contaron que había trece
hombres muertos. Aunque no recordaba la fecha, aquélla
era la única fosa con tantas personas. Las demás eran
de tres, de dos o de cuatro muertos.
El lugar que buscábamos estaba a la entrada de
Priaranza, en el vértice de un desvío de la carretera.
Yo me adelanté mientras Arsenio me seguía, acompañado
por un paisano que le hablaba de otras fosas que no
habíamos visto. Cuando llegué al lugar encontré a un
hombre detenido junto al desvió. Le dije: "Usted me va
a ayudar. Estoy buscando una fosa que está justo por
aquí". El hombre descruzó los brazos y señalo mientras
me dijo: "Están ahí, bajo esa nogal recrecida".
AÚN TIENE MIEDO PERO HA SIDO VALIENTE
Desde el momento en que supe dónde estaban los restos
de mi abuelo comenzó el proceso para abrir la fosa y
trasladarlos a un cementerio. En ese proceso no estaba
solo. Mi tío, Ramón Silva, había vuelto de Venezuela
para hacer unas gestiones. Ahora, sesenta y cuatro
años después de haberse despedido de su padre en la
puerta del ayuntamiento de Villafranca, estaba
dispuesto a no volver a Caracas sin haberlo enterrado.
Establecimos dos estrategias. Por un lado él, desde
Pereje, se dedicó a recabar información para tratar de
identificar a los otros doce asesinados, para
ofrecerles a las familias la posibilidad de recuperar
sus restos. Habló con mucha gente y a través de
comentarios, de unos y otros, consiguió identificar a
dos de los muertos. La familia de uno de ellos no
quiso involucrarse. La de Enrique González Miguel sí.
Visité a su hija Belia en Madrid a finales de julio
pasado. Se había quedado huérfana al año y medio de
nacer. Su padre tenía 25 años cuando lo mataron. Belia
me recibió en su casa. Me abrió la puerta temblando.
De repente, después de tanto tiempo, un desconocido le
hablaba de su padre muerto y de la posibilidad de
rescatarlo de su imaginación y enterrarlo. Era un
muerto real. Belia aún tiene miedo a que le pase algo
por remover el pasado. Pero ha sido valiente.
Mientras buscábamos a otras familias, Ramón Silva
comenzó un agotador proceso en busca del expediente de
la ejecución. Los archivos militares podían esconder
el nombre de todos los ejecutados. El juzgado de
Villafranca le remitió al de Ponferrada. Allí una
funcionaria le dijo despectivamente que para qué
buscaba eso después de tantos años. En el de
Ponferrada le mandaron a León. En Léón le dijeron que
había tres posibilidades. El expediente podía estar en
los Tribunales Militares de Oviedo, Valladolid o
Salamanca. En Valladolid el secretario del Juzgado
Militar Togado, que se negó a identificarse, le dijo
que buscara en A Coruña. Hasta el momento nadie ha
dicho que el expediente no exista. El secretario del
Tribunal número IV de A Coruña ha iniciado los
trámites para que sea buscado en el archivo de El
Ferrol. Mientras las solicitudes se perdían en el
laberinto administrativo militar, Ramón Silva inició
las gestiones con el ayuntamiento de Priaranza.
Paralelamente yo, desde Madrid, había seguido otra
línea de trabajo que comenzó con una casualidad. Dos
semanas después de encontrar la fosa de mi abuelo
asistí en Vega de Valcarce al homenaje a tres
guerrilleros: Abelardo Macías Fernández, Alpidia
García Moral e Ilario Álvarez Méndez. En Madrid había
cenado con Francisco Martínez "Quico". Él me había
hablado de la apertura de una fosa de Arganza. Me dijo
que era posible y me contagió de su inmensa lucha por
recuperar la memoria. Quico me habló de Santiago
Macías, un joven de Ponferrada entregado a rescatar la
memoria de los guerrilleros del Bierzo. Gracias a
ellos me llamó una periodista de La Crónica de León y
mi historia pasó de lo personal a lo público.
Las gestiones de mi tío Ramón Silva con el alcalde de
Priaranza, Daniel Fernández, dieron su fruto. El
alcalde estaba dispuesto a colaborar. Escribí una
carta a la corporación municipal solicitando su
participación en los trámites necesarios para la
apertura de la fosa. El pleno municipal de Priaranza
del 25 de julio de 2000 aprobó llevar a cabo todas las
gestiones que fueran necesarias. El propietario del
terreno lo cedió. Todos estaba listo.
El pasado sábado 23 de septiembre colocamos una placa
sobre la fosa. Los huesos serán exhumados en pocos
días. Mi abuelo podrá descansar en un cementerio. A la
familia le gustaría que fuera junto a los restos de su
mujer, Modesta Santín, que vivió hasta los 93 años
lamentando su pérdida. Cuando colocamos la placa no
estábamos solos. Nos acompañaban organizadores y
asistentes a las jornadas: "La deuda de la democracia,
república y guerrilla". Habían sido organizadas por
las Juventudes Socialistas del Bierzo en colaboración
con los guerrilleros. Estábamos todos juntos por una
causa común. Recuperar la memoria y darles el sitio
que se merecen en la Historia a todos aquellos que
lucharon por la libertad y la democracia.
Desde el día en que se colocó la placa la Historia es
un poco más justa. El camino no ha sido demasiado
largo. Los restos de Emilio Silva Faba, de Enrique
González Miguel y de otros once hombres podrán
descansar en el lugar que elijan sus familias. Yo
sabía que había una historia que contar y es lo que he
hecho. Pero mi historia es una pequeña parte de
aquella historia. Hay muchas fosas repletas de hombres
sin nombre. Hay muchas personas que sobreviven al
miedo. Hay mucha gente que no soporta recordar y eso
no quiere decir que hayan olvidado. Por eso es
necesario hacer ruido, para que despierte de nuevo la
memoria y abandone ese sueño que la ha mantenido
dormida durante tantos años. "Tantos años y en el
corazón tan pocos"; como me dijo Belia, la hija de
Enrique González, el día en que su padre dejó de ser
un desaparecido.
Emilio Silva
Barrera
Publicado en La Crónica de León el 8 de octubre de
2000