¿En cuántas repúblicas simultáneas vivimos? ¿Es ésta la de la Constitución y
la Ley, la del respeto a los derechos humanos consagrados universalmente y
mencionados explícitamente en los textos legales? Tengo la impresión de que
esta República, la que fue germen en Mayo y después de su atrofia
anglosajona se convirtió en un modelo liberal al que nos fuimos adaptando,
no es más que una ficción a la que nos atenemos para no perder la cordura,
última esperanza del ciudadano común.
Existe un mundo paralelo, contemporáneo, otra dimensión de la realidad pero
tan concreta como ella, donde ocurren nuestras vidas y donde rigen otras
reglas. Esta dimensión paralela adonde nos trasladan los hechos cotidianos
es una republiqueta en la que la Justicia es una asociación ilícita y el
Poder un ausente corrompido que sólo se preocupa de los negocios de su
propio ombligo. Vivimos alternativamente en una y otra realidad,
esquizofrenia que nos lleva a la angustia cuando miramos el presente, a la
desazón cada vez que tratamos de avizorar el porvenir.
Los hechos acaecidos en Ramallo, dentro de la sucursal del Banco Nación, la
agobiante veintena de horas con los rehenes en poder de los delincuentes, el
despliegue policial y judicial, la opinión pública en vilo, el miedo de los
vecinos y la zozobra de los familiares de los rehenes, fue el escenario que,
de pronto, se trasladó a esa otra dimensión de nuestras vidas actuales,
donde la racionalidad, los derechos, la justicia, la vida, carecen de la
significación que tienen en la vida de las naciones civilizadas. Los sucesos
comenzaron a desarrollarse en el ámbito de la Republiqueta que también
somos, donde se producen actuaciones inexplicables de jueces y policías y
donde el ciudadano común, es decir, la democracia, resulta impotente para
restablecer el orden de los valores constitucionales.
¿Cuánto vale la vida humana? Para el juez a cargo, nada, porque nada importó
que en el asiento delantero del automóvil en el que salieron del edificio
del Banco los delincuentes con sus rehenes, uno de ellos -la esposa del
gerente de la sucursal- agitara sus brazos y gritara desesperada que no
dispararan. ¿Cuánto vale la vida humana para la policía actuante? Nada,
porque desataron una lluvia de fusilería que acabó con las vidas de
delincuentes y rehenes. ¿Y cuánto para los funcionarios políticos
intendente, gobernador, implicados, involucrados en una conmoción de la
magnitud de este hecho? (¿Acaso en esta Republiqueta hay un dios que decide
sobre la vida y la muerte de sus habitantes y estaba comandando el
operativo?)
Cuando regresamos a la dimensión de la cordura, a la república que
necesitamos para seguir viviendo como seres dotados de dignidad, advertimos
que estamos heridos, que hay llagas que no cierran y entonces comprendemos
que lo acontecido en la otra dimensión ha sido cierto. Es el horror, la
comprensión del crimen en toda su magnitud. Si esto hubiera ocurrido en la
república verdadera, la de la Constitución y la Ley, aún si solamente
hubieran estado dentro del automóvil únicamente los delincuentes, la acción
de fusilarlos hubiera constituido un crimen, un delito. Y esto debe estar
claro, pues claramente figura en el cuerpo y el espíritu de la ley.
La sociedad que admitió la impunidad sin una rebelión civil que estableciera
los límites a los abusos del poder, no podía esperar algo distinto, pero no
se puede vivir indefinidamente en semejante estado de cosas sin que la
realidad se convierta en un volcán. Si la sociedad no cierra la puerta por
la cual ingresamos a diario a esa otra dimensión de la esquizofrenia
argentina, donde pululan políticos, funcionarios, jueces y gremialistas
corruptos, estaremos condenados a retornar una y otra vez a vivir el horror
de Ramallo hasta que la realidad estalle.
No se trata del anuncio del Apocalipsis ante el supuesto final del Milenio,
sino el reclamo para que cese esta dolorosa sangría por la que se escapan
vidas, potencialidades, posibilidades de un país que alguna vez fue un
inminente paraíso observado desde todos los rincones de la Tierra y hoy
parece una republiqueta dispuesta a caerse en pedazos, consumida por la
impunidad, la corrupción, el desempleo, la entrega y este espanto cotidiano
subrayado por la brutalidad, no exenta de sospechas, de quienes deben
asegurar el orden, la tranquilidad y la vida de los ciudadanos.
DANIEL C. BILBAO
Periodista