Cada vez que agosto se aproxima los niños de Hiroshima y Nagasaki se vuelcan a las plazas a cumplir con un
ritual de origami y perseverancia. Con la habilidad que otorga la costumbre y la heredad de la memoria los pequeños
confeccionan cientos... miles de grullas que al llegar los días 6 y 9 lanzarán con vigor hasta cubrir el
firmamento. Juntos, construyen una danza de pajaritas que tiene por destino hacer prevalecer –en esa atmósfera
mancillada- el blanco fulgor del vuelo y la voluntad de seguir soñando.
Así funciona la memoria en el Japón.
En la Argentina, las ofensas al cielo también tuvieron la forma de aviones. Aviones, nocturnos, rumbo al mar.
No hay grullas por aquí, pero desde hace dos décadas cada pañuelo blanco es un pájaro en
ascenso, la resurrección de la memoria.
No es ociosa la vinculación de grullas y pañuelos en este desalegrado y tenso agosto de los
pampeanos. Tampoco aquí se olvida y muestra de ello es un movimiento social espontáneo, heterogéneo,
testarudo que confluye en un objetivo. Una idea común, una comunión: no olvidar como requisito para la verdad y
la justicia.
Es tiempo para ello. Demasiada afrenta ha transcurrido.
Con obstinación centenares y aun miles de ciudadanos se alzan para reclamar la potestad de la sinceridad
histórica. Hay poderosas razones que los impulsan: a veintitrés años de la más grave ofensa a la
condición humana perpetrada en lo que va del siglo contra coterráneos poco o nada se sabe de lo ocurrido. Peor
aun: también se ignora cuántas son las víctimas de la tremenda bomba de terror y muerte que cayó
en suelo patrio.
La comunidad cuenta con el discurso de los victimarios pero no con la versión de la democracia. Desde esta
desproporción se levanta el pesado edificio de la impunidad.
Anda por allí un niño despojado de su identidad, esclavo de la mentira, impedido de construir sus
pájaros de alas libres.
La coordinación exhaustiva y eficiente, que signó cada paso de la represión vuelve irrisoria
cualquier tesis que quiera ubicar la violación de la condición humana (en perjuicio de decenas de pampeanos)
fuera de nuestro ejido moral o geográfico.
La sociedad, mayoritariamente, se ha expresado en reiteradas oportunidades sobre la necesidad de la verdad. Porque
ella no es un bien unilateral que se maneje sobre la base de los humores coyunturales. Las heridas no se cierran
tapándolas sino exponiéndolas a la luz.
Los prisioneros de la paranoia y los secuaces de la desmemoria imaginan maniobras distractivas para desviar la
atención del cuerpo social hacia otros tópicos. Una de ellas es la adulteración del tema. Otra, la
agitación de fantasmas en una burda y cruel invocación para que retorne el "ministerio del miedo".
Afortunadamente Greene ya ha lanzado su alerta y prevalece una portentosa reserva vecinal a prueba de celadas. En
estos días se evidencia con intensidad que se están estrechando los escondrijos para los apologistas del
olvido.
A todo esto... ¿para qué las grullas, los pañuelos?. Para qué la verdad
histórica.
No por supuesto para volver a cometer errores sino para evitarlos. Tampoco para congelar la nostalgia o el atraso.
Quizá para medir el camino recorrido y establecer cuánto nos falta.
Seguramente para determinar una referencia, un hito, una señal para orientarnos. Ya lo decían nuestros
abuelos: nada hará que volvamos a ser lo que fuimos; pero nadie puede impedirnos ser mejores.
Esta es la condición ineludible para conquistar el futuro.
Juan Carlos Pumilla (*)
(*) El autor participa de una iniciativa colectiva elevada al Poder Legislativo. Se reclama que desde ese ámbito se
investigue el número de muertos y desaparecidos de La Pampa y las circunstancias en que estos hechos ocurrieron.
También se aboga para que se rescate al hijo, nacido en cautiverio, de Lucía Tartaglia y se le restituya su
verdadera identidad.