PERCEPCIONES, DESAFIOS Y PERSPECTIVAS DEL MOVIMIENTO DE DERECHOS HUMANOS EN EL PERU

Perú

Francisco Soberón - Eduardo Cáceres (APRODEH)

Existen diversas maneras de aproximarse a la situación de los Derechos Humanos en el país. Habitualmente, dado el carácter masivo y sistemático de las violaciones, se consideran las estadísticas en torno a desapariciones forzosas, detenciones arbitrarias, personas injustamente detenidas, como los indicadores más adecuados. Hay una historia cuantitativa de las violaciones que, cumpliendo un papel similar a los índices inflacionarios mensuales, daba cuenta de uno de los aspectos más graves de la crisis nacional.

Esta aproximación no sólo es engan~osa, sino que encierra muchos peligros. Es indudable que entre la ausencia de desapariciones forzosas y la plena vigencia de los Derechos Humanos existe una enorme distancia. Han sido, y son, muy numerosas las situaciones intermedias, aquellas en las que la ausencia del delito no conlleva el imperio de la justicia. También la intimidación, el chantaje, la complicidad pueden dar la apariencia de orden.

Tener una adecuada percepción de la situación de los Derechos Humanos en el país, exige no sólo hacer un balance del proceso reciente -marcado por violaciones masivas y sistemáticas- sino también construir un marco teórico e instrumental que permita verificar su vigencia - o ausencia- en diversos ámbitos de la vida nacional. Es obvio que asumimos la idea de que los Derechos Humanos son integrales e indivisibles, es decir engloban atribuciones significativas tanto para la existencia política como para la existencia económica, social y cultural de los ciudadanos. Lo cual no debe entenderse como una extensión ad infinitum de los Derechos Humanos, sino como la afirmación de su carácter de "fundamentales" al interior de cualquier orden político-jurídico moderno.

Esto es decisivo en el -lamentablemente limitado- debate en torno a la modernización del país, así como en relación a las posibilidades de formas democráticas de ejercicio de la gobernabilidad. Pareciera extenderse la idea que la modernidad se reduce a la recepción acelerada de instrumentos y tecnologías, a la modificación inducida de algunos indicadores económicos, a la generalización de una nueva coreografía. Y así mismo han vuelto, ganando rápidamente terreno, los lugares comunes en torno a la "ingobernabilidad" de los peruanos y le inevitabilidad del autoritarismo político.

Tras décadas de debates y experimentos en torno a diversos modelos de desarrollo, hoy -al intentarse la reedición del modelo ultraliberal, exportador primario de los an~os 1950- pareciera olvidarse que el balance de la historia previa apunta no hacia carencias materiales sino subjetivas como causa de los fracasos acumulados: ausencia de individuos libres, productivos, vinculados de manera impersonal en el mercado y la escena pública, sujetos de derechos y obligaciones. Así como, en la política, no ha sido la ausencia de autoridad lo que llevó a la crisis del poder en la segunda mitad de la década pasada, sino lo irracional de su ejercicio. Preguntarse por la situación de los Derechos Humanos en el Perú es, entonces, preguntarse por la modernidad cultural y política del país.

Historia corta, historia larga: las Repúblicas sin ciudadanos

Si bien la problemática de los Derechos Humanos en el país ganó protagonismo a partir del inicio de la acción subversiva de Sendero Luminoso (mayo de 1980), llevando al Estado peruano a encabezar estadísticas mundiales de detenidos-desaparecidos, es indudable que la ocurrencia de violaciones sistemáticas ha sido una constante de la historia republicana.

Las relaciones tradicionales de dominación, vigentes en el país hasta mediados del presente siglo, partían del supuesto de la intrínseca desigualdad entre los peruanos. La ciudadanía no sólo era formal, sino que su reconocimiento estaba restringido por razones económico- sociales y étnicas: sobrevivió a la Independencia la idea de una "legislación tutelar" para los indígenas. La impunidad ha sido una constante, tratandose en la inmensa mayoría de los casos de delitos cometidos por miembros de las clases/castas dominantes contra los dominados, encontraba sólido sustento en los prejuicios y normas de una sociedad más que clasista, estamental y fuertemente excluyente.

La lenta remoción de la las estructuras tradicionales - preludiada en los procesos culturales y políticos de los an~os 1920, intensificada a partir de 1950- conllevó un proceso trunco de modernización social y política. En los an~os del velasquismo (1968-1975) se generalizó la idea de que el Estado de Derecho era una formalidad que ocultaba -y legitimaba- la real desigualdad. Pasar por encima de él era indispensable para resolver los problemas nacionales. La "Revolución Peruana" se legitimaba desde sí misma; los movimientos contestarios, a su izquierda, asumieron la misma lógica. Los argumentos de índole constitucional quedaron en manos de las fuerzas tradicionales vinculadas a los intereses puestos en cuestión por las reformas.

En este marco se vivió un significativo desarrrollo de las organizaciones populares. Sea que apoyaran el proceso o fueran críticos de sus limitaciones, sindicatos,comunidades campesinas y organizaciones vecinales ganaron terreno. Sin embargo, confrontaron problemas por los diversos intentos de control desde el Estado y por la represión abierta cuando sus reclamos y formas de luchas rompían los esquemas del Gobierno. Huelgas magisteriales y mineras, por ejemplo, generaron como respuesta despidos, detenciones y deportaciones de dirigentes. Las demandas de reposición, libertad de detenidos, repatriación, amnistía político-laboral, dieron origen a comités y "frentes", de existencia más bien coyuntural. Con ellos, la reivindicación de derechos civiles y políticos aparecía directamente vinculada a la lucha social.

De esta manera la problemática de los "derechos" y su defensa estuvo claramente signada por una opción clasista: El desarrollo de la lucha social genera conflicto con el Estado, a lo cual éste responde reprimiendo. Los derechos civiles eran "mejores condiciones" para el logro de las reivindicaciones. Paradójicamente quienes conquistaron "derechos" a lo largo de la década de los an~os 1970 vieron con desconfianza el retorno al "Estado de derecho".

Quienes condujeron y capitalizaron el proceso de la transición ( Asamblea Constituyente y Elecciones Generales) no pudieron, más allá de los indudables avances del texto Constitucional, articular "derechos" y Derecho, es decir conquistas sociales -en su sentido más amplio- y régimen político.

Entre 1980 y 1995 se ha acumulado una estadística de la muerte que merecería un análisis más profundo que el de una sociología empírica que se limita a sumar acciones, establecer causalidades obvias y deducir tendencias en base a proyecciones de las curvas. En libros recientes, Carlos Basombrío y Carlos Iván Degregori proponen imaginar cuales serían las cifras globales si se generalizaran a todo el país las proporciones de acciones armadas, muertos y desaparecidos de algunos escenarios privilegiados de la guerra interna: Huamanga y Huanta, por ejemplo. Fácilmente habríamos llegado a ochocientos mil muertos. La desagregación social, regional y por edades de víctimas y victimarios permitiría comprender mejor la magnitud del trauma vivido y su distinto impacto en la sociedad peruana.

Ahora bien, el trauma es tal no tanto por la cifras de las víctimas sino por la forma como los hechos y sus secuelas son vividos por la población. La guerra interna, al igual que otros conflictos armados contemporáneos, ha sido también una guerra "mediática". Cuyos hechos eran pensados y actuados -por uno y otro bando- en función de ganar terreno en la opinión pública. El "terror" -y el contraterror- han sido siempre más que armas militares, armas psicológicas. Más que el dan~o material sobre las fuerzas militares del adversario persigue dan~ar, paralizar -"aterrorizar"- la sociedad en la que se asienta. En este sentido, los flujos en la opinión pública son también un indicador de la guerra. Más aún si se logra diseccionar el impacto diferenciado por regiones, grupos sociales o de edad, y se vincula su seguimiento con el proceso de la coyuntura global.

Hasta 1983 la violencia estaba confinada a un escenario bastante preciso: el departamento de Ayacucho y algunas zonas adyacentes. Dicho an~o no sólo se produjo el ingreso explícito de las Fuerzas Armadas al conflicto, sino que, con la masacre de Ucchuraccay (ocho periodistas asesinados en las alturas de la provincia de Huanta), la guerra se instaló en la primera página de los medios de comunicación. Se mantendría en ella algo más de una década. Quien ordenó esta masacre, o creó el escenario y las condiciones para que pudiera suceder, sabía del "costo" de la misma en términos de indignación y protesta; pero también sabía que con ella se ganaban aspectos indispensables para una cruenta guerra interna de mediana duración: el "secreto" -amenazado por los medios de prensa- indispensable para las operaciones militares, la imagen de una voluntad decidida de "aniquilamiento", el terror paralizante en la población civil.

En la trinchera opuesta el salto también se produjo: tal es el sentido -en palabras del propio Abimael Guzmán- de la masacre de los campesinos de Lucanamarca. Mejor que nadie, los contendientes de la guerra interna entendieron que el territorio a conquistar y defender, incluía las subjetividades individuales y sociales. Que el poder a defender o destruir, a conquistar o restaurar debía ser, también, un poder simbólico.

De allí la importancia de acciones militares de escaso valor táctico, como los rastrillajes en barrios populares, o de acciones de pequen~o grupo como los asesinatos selectivos o los coches bomba. Unas y otras se apoyaban en un diagnóstico de la sociedad peruana que valoraba como rasgos decisivos su fragilidad institucional, la ausencia de mediaciones, débiles subjetividades. En Sendero el dignóstico se encriptaba tras el rótulo "país semi- feudal", es decir pre-moderno, sin sociedad civil ni esfera pública diferenciada. En sus adversarios más destacados subyacía el estereotipo, repetido a lo largo de la historia republicana, de un país desintegrado, caótico y proclive al autoritarismo, cuya unidad depende exclusivamente de algunas "instituciones tutelares": la Iglesia y el Ejército, sobre todo el Ejército.

Como toda imágen de la sociedad, ésta también es "intencionada", es decir se construye desde un punto de vista que pretende legitimarse y perpetuarse. Ante la imposibilidad de acometer el desafío de fundar una república de iguales -la "cuadratura del círculo" según Hipólito Unanue-, los que detentan el poder o lo pretenden suelen ahorrarse el camino de construir una legitimidad basada en el consenso, y apuestan a diversos mecanismos propios del poder despótico. La administración de las diferencias de los dominados, en tiempos de paz; su exacerbación sin límite, en tiempos de turbulencias. La precariedad de nuestros procesos de modernizacíón económica, social y cultural, ha hecho difícil quebrar esta lógica reiterada en nuestra historia política. El peso de las fracturas y desigualdades, de las relaciones de dependencia y dominación, de la miseria y el clientelaje, ha terminado por imponerse repetidas veces sobre los procesos de democratización.

Estructuras y subjetividades: las causas y las huellas

A lo largo de estos an~os de violencia, la reflexión sobre ella llevó a identificar causas estructurales de la misma. Ciertamente no todos compartieron esta perspectiva. Quienes propugnaban una salida exclusivamente militar al conflicto interno la veían como una interpretación cómplice del accionar subversivo. Incluso se llegó a afirmar que fue la quiebra de las estructuras tradicionales de dominación, las reformas velasquistas, la educación "concientizadora", un excesivo y prematuro reconocimiento de derechos los factores que crearon el "caldo de cultivo" para el desarrollo de la subversión.

No obstante, incluso dentro de sectores militares y civiles comprometidos con la lucha contrainsurgente, el discurso sobre las causas estructurales comenzó a ganar terreno en le década de 1980. Sin embargo muchas veces éstas se identificaban exclusivamente con aspectos económicos y sociales: la extrema pobreza, la discriminación, la marginación. Sólo en an~os recientes se ha llamado la atención sobre otros ámbitos decisivos en la configuración de los patrones de interacción política entre los peruanos, en particular el ámbito subjetivo. El aporte más reciente, sintetizando un trabajo de varios an~os, lo ha hecho César Rodríguez Rabanal.

En síntesis Rodríguez Rabanal nos propone entender la violencia, antes que como "continuación de la política por otros medios", como continuación de una vida social signada por las "cicatrices de la pobreza" -para utilizar el título del anterior libro del autor- a través de inéditos y destructivos medios. Lo cual no le da para nada un signo liberador al proceso sino, por el contrario, lo hace reforzar las lógicas incomunicativas que han generado la violencia. Para el autor, éste "posee múltiples formas de manifestación; el espectro abarca la letargia, depresión y actitudes de sacrificio, pasando por enfermedades psicosomáticas hasta la agresión abierta contra el 'sí mismó y contra los otros".

Desde esta óptica se reinterpretan otros factores, como los institucionales. Concluye el autor, tras analizar un caso en el que se entremezclan el desplazamiento forzado, el maltrato familiar, la violación y el abandono: " (se) evidencia palmariamente la confluencia entre la casi fantasmal existencia de las instituciones: policía, colegio, poder judical, matrimonio y la pronunciada endeblez de la persona".

El conjunto de los testimonios, su carácter emblemático de un universo social más amplio, llevan al autor a delinear una síntesis del escenario psico-social: "El desmedro de las estructuras sociales del Perú y del Estado ... encuentra correspondencia en la actitud regresiva del individuo, en cuyo mundo interno predomina el principio taliónico y la búsqueda compensatoria de salvadores grandiosos. Desciende el umbral de inhibición frente a las acciones violentas y prima la tendencia a la actuación de impulsos agresivos destructivos".

Lo interesante de esta perspectiva es que va más allá de la interpretación de lo sucedido postulando un hilo conductor entre el pasado y el futuro inmediato. Es decir, no sólo nos permite entender la guerra, sino también la peculiar post-guerra: la generalización de estrategias de supervivencia física y psíquicamente extenuantes. Escenario en el cual cualquier ideología -la del senderismo o la del "libre mercado"- puede ocupar el lugar que abre el vacío de mediaciones racionales, de una ética autónoma, lo instintivo se disfraza de discurso pseudo- científico.

Percepciones y demandas

Al día siguiente de la masacre en los penales (19 de junio de 1986) una inmensa mayoría de limen~os encuestados al respecto manifestaron estar de acuerdo con la violenta y costosa irrupción de las Fuerzas Armadas en los centros de reclusión. Muy lentamente la opinión fue modificándose al conocerse la verdad de los hechos.

Seis an~os después, el masivo apoyo al auto-golpe de Fujimori estuvo vinculado a la necesidad de restablecer el orden a cualquier precio, avalando, por ende, la militarización a pesar de sus evidentes "excesos".

Entre 1993 y el presente esta situación comenzó a modificarse. Ejemplos saltantes fueron la clara mayoría, a mediados de 1993, que sen~aló a las FF. AA. como responsable de los crímenes en La Cantuta y estaba en contra de la impunidad y el encubrimiento; así como el cerrado rechazo a la "Ley de Impunidad" en julio de 1995. ?Cuáles son las causas de esta modificación? Es indudable que tiene que ver con las campan~as desarrolladas por los organismos de Derechos Humanos, periodistas y parlamentarios de oposición. Sin embargo, no se explica su impacto sin tomar en cuenta algunos de los efectos del autogolpe del 5 de abril. Por ejemplo, la importancia de la comunidad internacional -presentada como la salvación a la crisis por la vía de la reinserción en ella-, que hizo de los Derechos Humanos un tema central de su agenda con el Perú. Por otro lado, la ausencia de un efectivo contrapeso al Poder Ejecutivo al interior del Estado, llevó a que otras instancias ganaran peso político en la medida que asumieron un rol de fiscalización, denuncia, protección de derechos.

Adelantando algunos elementos del análisis del régimen político vigente, podemos afirmar que la anulación de la autonomía formal de los diversos poderes del Estado (Legislativo, Judicial) en favor del Ejecutivo, creó un escenario en el que la actividad de los organismos de Derechos Humanos ganó protagonismo. No sólo se obtuvieron algunas libertades significativas (el ing. Ruiz Conejo, por ejemplo, o los médicos procesados por el simple ejercicio del acto médico), también se logró transformar algunos casos emblemáticos en factores de sensibilización de la opinión pública nacional e internacional: el secuestro y ejecución de nueve estudiantes y un profesor de la universidad La Cantuta, el asesinato de quince personas en Barrios Altos, entre otros. Más aún, se logró comprometer a personas y colectivos de destacada trayectoria en el ámbito cultural en la promoción de los Derechos Humanos y la paz a través de su trabajo creativo. Este compromiso ha sido particularmente intenso tras la promulgación de la Ley de Impunidad.

También han incidido en estas modificaciones procesos de mediano plazo, de caracter educativo, que han tenido como protagonistas no sólo a organismos de Derechos Humanos - articulados en torno a una Red de Educación- sino a organismos y redes que promueven la vigencia de algunos derechos específicos: de la mujer, de los nin~os, etc. Así como la creciente incorporación de la perspectiva de los Derechos Humanos en las propuestas educativas globales.

Otro elemento a tener en cuenta es la participación de los organismos en eventos ajenos al conflicto interno -tal como sucedió al asumir la defensa de peruanos detenidos en Ecuador a raíz del conflicto fronterizo en enero de 1995. A pesar de haber sido duramente atacadas por sucesivos gobiernos, las organizaciones de Derechos Humanos son consideradas hoy, un interlocutor válido de cara a gobiernos, agencias multilaterales, redes internacionales, etc. Esto se expresa de manera privilegiada en la Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, cuya sola existencia marca una diferencia entre lo que ha sucedido en este ámbito y la dispersión que ha sido característica de otros ámbitos de representación en los últimos an~os.

A pesar de estos logros, cabe preguntarse: ?hasta que punto se ha logrado construir una problemática nacional - común- de los "derechos" en la sociedad peruana? ?se trata acaso de una nueva red reivindicativa vinculada al "estado de emergencia" del derecho a la vida en el Perú de los últimos quince an~os? ?qué tanto existe hoy una "cultura de derechos" en el Perú?

Entre setiembre y octubre de 1995, por encargo de la Coordinadora Nacional, la empresa IMASEN desarrollo un trabajo de encuestas y focus groups en tres ciudades del país en torno a la percepción ciudadana en torno a los Derechos Humanos. El material analizado y las conclusiones merecerían una mayor discusión de la que han recibido. En estas líneas interesa resaltar algunos aspectosrelevantes.

En primer lugar, el análisis contrasta la "idea arraigada y extendida que todos somos sujetos de derechos" con "la desigual distribución de la justicia, la precariedad normativa y la ausencia de autoridad". No aparece, con la intensidad que podría esperarse entre los más pobres, un discurso en torno a los derechos sociales vulnerados. Sí la afirmación de que las condiciones no son iguales para pobres y ricos en la competencia por el éxito en la vida.

Resalta, en segundo lugar, una proximidad entre la problemática de los derechos ciuadanos y la demanda de orden. Esto desemboca en una reflexión amarga en torno a la experiencia más frecuente del "orden vigente", signada por el abuso: ... "todos se saben sospechosos" ... "La experiencia ha ensen~ado que todos pueden ser culpables si no son parte del mundo de las influencias, la ley y el orden".

En tercer lugar, vale la pena resaltar el bloqueo de las vías sociales reivindicativas para el logro de derechos. La protesta es inhibida por el temor a ser acusado de subversivo. El discurso hegemónico se ha interiorizado como convencimiento de que el entorno está definido y es inmodificable, la única vía de progreso es la "lucha sin cuartel por el logro individual".

La sensación de desprotección, por último, se mimetiza en una crítica a la "lejanía" de los organismos de Derechos Humanos y un reclamo de presencia casi tan extendida como la del Estado. En otras palabras, la precariedad de las condiciones institucionales así como de la propia conciencia de dignidad exige ser suplida por la presencia de una instancia protectora. ?Es legítima esta demanda? Cómo responder a ella? Encarar estas preguntas exige analizar los escenarios en que nos desenvolvemos y sus perspectivas a mediano plazo.

Nuevos escenarios, ?nuevos problemas?

La ola neo-liberal ha erosionado seriamente el "pacto social" que gobernó de manera implícita el desarrollo del mundo occidental desde fines de la segunda guerra mundial hasta la década de 1970. Un componente del mismo fue la sistemática ampliación de los derechos. La Declaración Universal, sus Pactos y otros instrumentos no fueron sino el correlato normativo y teórico de conquistas e instituciones tangibles. Apareció como resultado de un complejo proceso de luchas políticas y sociales, conflictos y transacciones a escala planetaria, cuya garantía reposaba en la existencia de una determinada correlación de fuerzas en cada país y en el mundo.

La crisis del pacto es también la crisis del sistema de derechos. Y esto tiene que ver con procesos económicos y sociales, así como con procesos culturales. De un análisis más amplio resumo los rasgos más relevantes:

+ La revolución científico-técnica que ha impactado sobre el mundo del trabajo, la vida cotidiana, las comunicaciones y la cultura. Con ella se han acelerado las tendencias a la globalización de estos distintos ámbitos.

+ La revalorización del mercado en detrimento de las regulaciones sociales y estatales del mismo. La preeminencia de la productividad y la competitividad sobre la equidad.

+ La crisis de la política y el sistema de partidos, el debilitamiento de los Estados-nación y de la escena pública.

+ El fin de los socialismos reales y de la bipolaridad, la emergencia de nuevos bloques económicos y la unipolaridad política y militar.

+ La crisis de los discursos globales característicos de la modernidad, oscilando el sentido común entre la aceptación acrítica del liberalismo y el escepticismo. En espacios marcados por la exclusión reaparecen discursos fundamentalistas.

Estos cambios modifican tanto la percepción que los sujetos tienen de sus derechos como los escenarios (escena pública, mercado, Estado, comunidad internacional) para el ejercicio de los mismos.

Por un lado, los cambios políticos y del sentido común afectan seriamente el ejercicio de los derechos civiles y políticos; por otro, las tendencias desreguladoras y desprotectoras erosionan los derechos económicos y sociales. La globalización tiene efectos ambivalentes: acentúa la exclusión y la polarización, a la vez que crea un escenario en el que es posible plantear el fortalecimiento de mecanismos internacionales de protección de los Derechos Humanos.

Su ampliación -bajo la forma del reconocimiento de sucesivas "generaciones" de derechos humanos- es cuestionada como un abuso que formó parte de las distorsiones "socializantes" de la economía y el derecho antes de 1989. La mera enunciación de una nueva "generación" de derechos ha sido agresivamente cuestionada. Los llamados derechos de la solidaridad (derecho a la paz, al desarrollo, a un medio ambiente sano, al respeto del patrimonio común de la humanidad) corren el peligro de quedar registrados como meras buenas intenciones en un mundo en que una de las palabras claves es "desrregulación": de la vida económica y de la política.

Esta contraofensiva neoliberal en relación a los derechos humanos pretende reducirlos a su formulación original. En una palabra, también de moda: "privatizarlos". Afirmar derechos que tienen como correlato intervenir en la vida económica y social -que se autorregula por la vía del mercado- llevaría, en última instancia, a lesionar este mecanismo fundamental y con él la libertad humana.

Las libertades individuales y los derechos fundamentales no han crecido de manera significativa a lo largo de estos an~os de cruzada liberal en la que el desmontaje del "Estado fuerte" ha estado a la orden del día. Entre otras cosas porque, tal como sen~ala Hans Blomkvist, lo que está reemplazando al "Estado fuerte" no es un Estado "pequen~o pero eficaz", sino "un estado "particularista" o "débil" que tiende a gobernar, sobre todo basandose en las conexiones, los incentivos, los vínculos políticos, el dinero y el clientelismo".

La experiencia histórica y la más reciente apunta en otra dirección cuando se trata de correlacionar mercado, derechos y libertad. La década del neo-liberalismo no sólo ha visto crecer el comercio mundial y disminuir las regulaciones. También ha sido escenario del crecimiento de la polarización del ingreso al interior de cada sociedad y entre países. Y esto, tal como sen~ala Danilo Turk (relator especial de la subcomisón de prevención de discriminaciones y protección de las minorías de Naciones Unidas) afecta la vigencia global de los derechos humanos: "Las desigualdades cada vez mayores en materia de ingresos no sólo ponen en peligro la realización de los derechos económicos, sociales y culturales, sino que polarizan excesivamente y fragmentan las sociedades...la disparidad de los ingresos, vinculada con la condición del Estado "en retirada" constituye una peligrosa base para la alienación, la dependencia y el cinismo que pueden conducir, en última instancia, al deterioro de las relaciones en las que se funda la sociedad civil. La distribución de los ingresos es una cuestión crítica, fundamentalmente por su relación con la democracia".

La homogenización del mundo que caracteriza al proceso de globalización no es sinónimo de universalización, es decir de acceso de todos a lo común, de enriquecimiento de esto común. La globalización no integra. Por el contrario escinde, desintegra, margina. No sólo en el ámbito social, también en el ámbito individual. La respuesta más comoda a esta crisis es el repliegue al particularismo. La aceptación acrítica de la fragmentación de la vida y el mundo real. La renuncia a cualquier tipo de universalidad: todas no son sino "metanarrativas hegemónicas" que encubren su propia contingencia histórica y legitiman un poder destructor.

Así han sido leidas muchas veces las propuestas llamadas "post-modernas", casi como un llamado a la resignación.

En la intersección de todas estas modificaciones surge una cuestión central: ?cuál es el ámbito decisivo para construir una sociedad en la que la vigencia de los derechos fundamentales sea plena? Sabemos de las múltiples y sólidas razones que han llevado a cuestionar la tesis de la centralidad del Estado. Pero también nos es evidente que su institucionalidad y procedimientos siguen siendo deisivos en relación con la vigencia de los derechos. La prioridad de una acción social y cultural exige actuar en función de modificar el entorno político, entendiendolo como eso, como el "entorno" de lo sustantivo: la sociedad y sus integrantes.

Lo mencionado líneas arriba se entrecruza, en nuestro país, con los efectos de la violencia, la crisis económica y la hiperinflación (1987-1990) frenada por el más drástico programa de ajuste estructural de la historia contemporánea. En ese marco, el proceso de liberalización de la economía no sólo modificó los principales indicadores macroeconómicos, sino que produjo profundos cambios estructurales en la economía y en la sociedad peruana. El serio debilitamiento del tejido social, abrió paso a un individualismo extremo que fácilmente deviene en agresividad y conflictos estériles.

Vale la pena anotar algunos rasgos que ponen en cuestión el caracter "modernizante" del proceso en curso: más que una ética del trabajo, tiende a legitimarse una ética del éxito fácil; se restringen derechos y libertades, lesionandose seriamente las posibilidades de una auténtica individualización. Por un lado se desmonta la institucionalidad a través de la cual las demandas de la población, por un lado, y las respuestas del Estado, por otro, interactuaban. En su remplazo se promueven, a partir de una gestión hipercentralizada del gasto social por parte del Gobierno, diversas formas de clientelismo.

La idea del progreso, sea que se entienda como mejora individual o como desarrollo del país, es una de las que ha pasado a ocupar un rol central en los imaginarios sociales. Se la entiende habitualmente como un mero crecimiento material al cual hay que sacrificar todas las demás dimensiones de la vida humana. Entre otras cosas, los Derechos. Esta visión individualista del progreso podría derivar fácilmente en dosis altas de insatisfacción y frustración, terreno propicio para el desarrollo de diversas formas de violencia estéril.

El peculiar escenario económico-social permite entender mejor el régimen político que se inauguró con el autogolpe del 5 de abril de 1992, se institucionalizó con la Constitución de 1993 (aprobada de manera ajustada en un referéndum), y recibió significativo respaldo con la reelección de Fujimori en 1995. Los rasgos más saltantes de este régimen son:

+ El autoritarismo, expresado en el incremento del poder presidencial, así como en la existencia de mecanismos que le permiten subordinar a los otros poderes del Estado.

+ Su carácter cívico-militar. Las Fuerzas Armadas son, en la práctica el partido de gobierno. A pesar del declive de la violencia subversiva se mantienen los Estados de Emergencia en importantes regiones del país y con ellos, un poder civil armado sujeto a los militares: los Comité de Autodefensa.

+ La arbitrariedad, que lleva al Ejecutivo a modificar de acuerdo a sus necesidades políticas las reglas de juego, violando su propia Constitución. Uno de los ejemplos más graves de esto ha sido la Ley de Amnistía- o Ley de Impunidad- dada en 1995.

El régimen basa su legitimidad en el impacto de los resultados obtenidos en la lucha contra la hiperinflación y la subversión, en la promesa de una bonanza económica a futuro y el desarrollo de mecanismos de control de la población y clientelaje. Tiene de su lado a las agencias internacionales, los empresarios y la mayoría de los medios de comunicación. Las fuerzas de oposición están dispersas, erosionadas en su base social, carentes de propuestas programáticas y liderazgos renovados.

Un régimen de excepción, como el descrito, indudablemente es una permanente amenaza para la vigencia de los Derechos Humanos. Ahora bien, su estabilidad depende o de la mantención de las causas que lo justificaron (en este caso la violencia subversiva) o de la construcción de un discurso legitimador que lo vincule con necesidades y carencias de la sociedad peruana.

En relación con la primera posibilidad, es evidente que las condiciones han cambiado significativamente. Sendero Luminoso, aislado de su supuesta base natural -el campesinado- por la acción de las rondas campesinas y golpeado en su cabeza por el trabajo de inteligencia que culminó con la detención de Abimael Guzmán, difícilmente recuperará el protagonismo estratégico que tuvo a inicios de la década. Dividido por las cartas de su lider en prisión, golpeado por arrepentidos delatores y ajustes de cuentas, reducido a escenarios locales (Viscatán, el Huallaga) puede eludir el peligro de desaparecer pero difícilmente remontar su declive. El MRTA se encuentra aún más reducido, sin posibilidades reales de recuperación. Pero más allá de la fuera material de la subversión, queda su fantasma: la "amenaza" de Sendero justifica los estados de emergencia y la legislación anti-terrorista, la tenencia de armas por parte de las rondas, múltiples precauciones.

La otra posibilidad de legitimación del régimen tiene que ver con la posibilidad de verificar el éxito de sus características más saltantes en otros ámbitos de la vida nacional: "militarizar" los programas sociales, por ejemplo; utilizar los servicios de Inteligencia para perseguir la evasión tributaria o la legislación anti- terrorista para la lucha contra el narcotráfico. En última instancia, apoyarse en la imágen de su país tumultuario e ingobernable que requiere caudillos y regimenes fuertes para salir adelante.

Ambas perspectivas, que probablemente se entremezclen en el curso de los próximos an~os, excluyen la posibilidad de una institucionalización democrática del país. La disminución de las violaciones más graves, la resolución de casos pendientes, incluso la reversión de algunas medidas parciales, no equivalen -en este escenario- a la plena vigencia de los Derechos Humanos y las garantías constitucionales.

La problemática de los Derechos Humanos en el país no es pues únicamente un problema de "casos pendientes" o "secuelas de la guerra". Es un problema más profundo y complejo, que debe ser examinado y atendido, al menos, en dos dimensiones: la institucionaliad política y la conciencia generalizada de derechos.

Retos y desafíos

En el Perú se entrecruzan hoy, de manera peculiar, la problemática de lo que algunos denominan una nueva época con nuestra precaria "post-guerra". En este contexto los retos y desafíos para el movimiento de Derechos Humanos son múltiples:

+ La presencia en la sociedad de diversas secuelas del conflicto armado interno, en particular la situación de los injustamente detenidos y muchas veces sentenciados al amparo de la legislación anti- terrorista, así como la situación de la población desplazada como efecto de la violencia política.

El número de personas injustamente detenidas es particularmente alto debido a los efectos de la ley del arrepentimiento que alentó la delación indiscriminada de inocentes. En cuanto a la población desplazada, los problemas son múltiples: desarraigo, indocumentación, requisitorias, orfandad, viudez y abandono familiar, situación de extrema pobreza.

+ La ausencia de Verdad y Justicia, indispensables para dar curso a un proceso de reconciliación en la sociedad peruana. Esto debido a la Impunidad que ha sido legalizada a través de la Ley de Amnistía. Con ella no sólo se cierra la posibilidad de acceder a la verdad y establecer mecanismos de sanción a los culpables de crímenes así como de reparación a las víctimas, sino que se afecta seriamente al conjunto de la sociedad peruana.

+ La endémica ocurrencia de violaciones a los Derechos Humanos que ya tenían características estructurales en el país, antes de la guerra interna: maltrato y tortura a detenidos, limitaciones en el debido proceso, corrupción policial y judicial, pésimas condiciones carcelarias. Estas violaciones tienden a mantenerse a pesar de la disminución del conflicto armado interno. + La generalización de diversas formas de violencia individual o social, en la medida que se mantienen desequilibrios estructurales (económicos, sociales y psicológicos).

En la medida que el número de acciones y víctimas de la guerra interna ha disminuido, han aumentado todos los indicadores de otras formas de violencia: delictiva, familiar y sexual, etc. Sin llegar a los extremos de Colombia, que vive una situación de "violencia generalizada" (Daniel Pécaut), aquí también los diversos fenómenos de violencia se interfieren mutuamente: "las violencias ordinarias parecen adquirir un aspecto político al expresar las tensiones sociales y al afectar el funcionamiento de las redes de poder".

+ La necesidad de ampliar el rango de sectores sociales y de la opinión pública comprometidos, a diversos niveles, con la causa de los Derechos Humanos. Y con ello, la necesidad de innovar las formas de acción, expresión y movilización.

Los retos y desafíos no se circunscriben al ámbito de los derechos civiles y políticos. No hay duda que en el ámbito de los derechos económicos, sociales y culturales aparecen también demandas que exigen respuesta. Recomponer la conciencia de Derechos es, a la vez, el gran desafío y el gran aporte al futuro del país que debe asumir el movimiento de Derechos Humanos. Las opciones específicas de cada organización dependerán de la experiencia acumulada, de prioridades que toca a cada una definir. Pero es difícil pensar que puedan eludirse algunas cuestiones fundamentales.

En primer lugar, la efectiva superación del conflicto interno vivido en los últimos quince an~os. Lo que implicará atender la solución de los casos pendientes, la superación de las secuelas del conflicto y, lo más difícil de todo, el establecimiento de la verdad y la justicia como requisitos de una auténtica reconciliación.

En segundo lugar la construcción de un marco social y político que garantice la vigencia plena e integral de los Derechos Humanos. Esto incluye desde la promoción de una cultura de Paz y Derechos Humanos hasta el fortalecimiento de los mecanismos de protección. Em este ámbito habrá que mantener la atención a las causas estructurales de la violencia peligrosamente alimentadas por el avance de las tendencias desprotectoras de los derechos económicos, sociales y culturales.

En los próximos an~os el movimiento de Derechos Humanos vivirá sin duda la tensión entre la fidelidad a la memoria y la exigencia de eficacia. En el contexto de la re-institucionalización del Estado peruano -tras su práctico colapso la década pasada y su actual situación de "emergencia"- se abrirán posibilidades de incidir en algunas de sus estructuras. No es el caso prescribir una respuesta uniforme para las diversas situaciones que se presenten. Pero sí prevenir en torno al peligro que puede significar abandonar la tensión mencionada. La intervención más eficaz será la que permita erradicar las condiciones que dieron origen a la crisis previa, a la violencia y a la guerra. Y esto es imposible si por ser eficaces se olvidan las lecciones del pasado, más aún cuando sus huellas continúan activas en el presente.

La lucha contra la Impunidad es y será un tema permanente en la medida que sus efectos se han expandido por el conjunto de la vida social y política. La impunidad es mucho más que un síntoma de la militarización del Estado o de la pervivencia de prácticas discriminatorias. Tiende a convertirse en un mecanismo fundamental del régimen político: impunidad a cambio de lealtad, el encubrimiento como arma de chantaje.

La incorporación sistemática de la impunidad como un mecanismo de "negociación" política trasciende los límites del Estado y comienza a ten~ir el conjunto de la vida social. Más aún cuando encuentra en ésta un conjunto de fenómenos y tendencias disgregadoras que han alentado su informalización. La impunidad se convalida ante la opinión pública no sólo por la existencia de una guerra interna cuya escalada ha llevado a aceptar la idea de que en ella vale todo. También se convalida por el desarollo, en la vida social, de prácticas y hábitos similares.

No se trata sólamente de la reparación a las víctimas o de la mera memoria histórica. Se trata, en primer lugar, del cuestionamiento al poder adquirido -y los métodos utilizados para ello- por los actores políticos y militares que violaron de manera sistemática los Derechos Humanos. Contra quienes piensan que el reclamo de justicia sobre el pasado pone en riesgo la transición hacia regímenes democráticos, la experiencia y la reflexión más reciente apuntan en el sentido opuesto: el "reconocimiento" de las víctimas y la sanción a los culpables es una de las vías de afirmación de la justicia y por ende de la igualdad de los ciudadanos del presente y del futuro.

Autoritarismo, impunidad y corrupción contradicen las bases de cualquier forma democrática. Y son incompatibles con un proyecto económico de libre mercado. Lo primero es evidente por sí mismo. Lo segundo ha sido remarcado hasta la saciedad por los teóricos del liberalismo. Es éste uno de sus argumentos favoritos contra el intervencionismo estatal. Conflictos en este terreno probablemente provoquen fracturas al interior de quienes hoy se identifican con el régimen vigente.

Integralidad de derechos, gobernabilidad democrática y desarrollo

En la percepeción popular, lo recoge la encuesta de IMASEN mencionada previamente, el "derecho a la vida" engloba aspectos civiles, económicos y sociales. La configuración de la economía y de la vida social no son ajenas a la vigencia de la dignidad humana. Son terrenos en los que existen derechos que deben no sólo formularse sino también concretizarse. La existencia de un tejido de instituciones y derechos positivados que garanticen socialmente la existencia humana, lo que hoy se suele llamar "seguridad humana" -económica, alimentaria, ambiental, personal, comunitaria, política- no tiene porque contraponerse al ejercicio de las libertades individuales. Por el contrario es la base indispensable para el ejercicio de éstas.

Desde las formulaciones iniciales quedaba claro que el derecho ciudadano más elemental iba de la mano con el ejercicio de algún derecho económico: tal es el sentido de la vinculación entre ciudadanía y propiedad en el liberalismo clásico. Para poder tener autonomía civil es indispensable contar con autonomía económica. Cuando no existe tal autonomía colapsan todos los derechos. Las mentes más lúcidas que analizaron el fenómeno de los autoritarismos europeos de las primeras décadas del siglo vincularon la emergencia de tales regímenes con la destrucción de las seguridades económicas mínimas y el debilitamiento extremo de la subjetividad de los individuos y los movimientos sociales. Es por ello que cuando se trató de construir un orden internacional capaz de prevenir la emergencia de fenómenos similares se enunciaron derechos integrales y universales. No fue la presión del campo socialista la que definió la inclusión en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, junto a la libertad de creencia y circulación, de los derechos al trabajo, la atención en salud, la educación, etc. También desde una óptica estrictamente liberal es posible entender la necesidad de tales derechos.

En nuestro país es posible desde una visión integral de los Derechos Humanos vincular estrechamente el ámbito de las libertades individuales con el de las condiciones indispensables para su ejercicio. Desde su propia óptica, el movimiento de Derechos Humanos puede establecer mecanismos de diálogo y articulación con instituciones, organizaciones sociales, fuerzas políticas y ciudadanos comprometidos en el esfuerzo por modificar las condiciones que generan exclusión y pobreza, que promueven alternativas de desarrollo humanos sustentable y de gobernabilidad democrática del país.

Se trata de contribuir a desarrollar una conciencia y consenso social en torno a la integralidad e indivisibilidad de los Derechos Humanos. En esta perspectiva habrá de combinarse la promoción de la Integralidad como idea-fuerza con campan~as específicas en torno a los temas y casos más graves de exclusión y desprotección. El ingreso de organizaciones de Derechos Humanos al ámbito de los temas económicos, sociales y culturales no intenta duplicar el esfuerzo de quienes han trabajado previamente dichos temas. Se trata más bien de aportarles una nueva dimensión a su trabajo y ofrecer un espacio donde las problemáticas específicas puedan globalizarse. Un ingreso al tema desde los Derechos Humanos podría facilitar construir algunos consensos mínimos en función a modificar la situación actual.

Para el logro de este objetivo, los principales obstáculos a remontar son la débil conciencia de Derechos que existe en la sociedad peruana y la hegemonía que hoy tiene el liberalismo extremo, que postula la desrregulación de la economía y la desprotección generalizada. Reaparece la idea, propia del siglo XIX, de que la acción del Estado es mero "complemento" de lo que no puede ser resuelto por la acción de los individuos mediada por el mercado.

Existen, sin embargo, elementos que pueden ser aprovechados para revertir la situación desfavorable. Es posible postular una recomposición de la idea de justicia, no como compensación o vindicación, sino como principio que garantiza condiciones similares para todos. Los derechos no serán vistos entonces como privilegios estamentales o mecanismos de clientelaje populista, sino como la expresión concreta de tales condiciones de igualdad. Se trata de homogenizarlos y vincularlos estrechamente con obligaciones sociales. Lo que se está haciendo, al liquidarlos, es justamente reforzar el clientelismo, como es evidente al analizar las políticas sociales. La desprotección extrema no incentiva el riesgo y la innovación, castra las potencialidades creativas, lleva a replegarse en lo atávico como lo único seguro. Una vez más la psedo-modernización que arcaiza la sociedad.

Desde la Integralidad de los Derechos Humanos se trata de aportar a la construcción de un nuevo horizonte cultural. No hay duda que la educación es una vía privilegiada para aportar en ésto. Pero a ella hay que an~adir el valor pedagógico y emblemático de algunas experiencias. Esto implica trabajar en la construcción de indicadores que visibilicen lo que Philip Alston denominó el "contenido básico mínimo identificable de cada derecho que no puede ser disminuido bajo pretexto de diferencias razonables permitidas ... (y) en ausencia del cual debe considerarse que un Estado violó sus obligaciones"

Un caso particular es el de la población desplazada por la violencia. Además del costo en vidas humanas perdidas, la violencia política significó un mayor empobrecimiento -familiar y comunal- de la población rural andina y la expulsó de sus territorios de origen. En este proceso, se debilitaron aún más sus precarios Derechos: sin documentos de identidad, considerados sospechosos por su origen, forzados a integrar patrullas de defensa civil, etc. Las organizaciones de Derechos Humanos han acompan~ado de diversas maneras su proceso. Hoy, que está planteado su retorno masivo con limitado apoyo estatal, se abre la posibilidad de vincular estrechamente la recuperación de derechos, su ejercicio cotidiano, con la problemática del desarrollo rural y de la democracia en su célula básica: el municipio.

Los pueblos indígenas amazónicos constituyen otro de de los sectores particularmente vulnerados en sus derechos durante la guerra interna y en el presente. Las denuncias sobre las atrocidades cometidas por Sendero Luminoso entre la población asháninka provocaron indignación pero limitadas respuestas efectivas, particularmente de parte del Estado. Con la publicación del Reglamento de la Ley de Tierras, aún no promulgado, se cierne una nueva amenaza sobre estos pueblos: la de perder el derecho a su territorio a partir de un peculiar uso del concepto de "abandono de tierras". Como si esto fuera poco, se vislumbra un terreno de conflicto entre los pueblos amazónicos y las compan~ías petroleras que han recibido concesiones en los territorios de aquéllos.

Al igual que en el terreno de los derechos civiles y políticos, también está abierta la posibilidad de acceder a los mecanismos internacionales de protección. El Perú ha ratificado tanto el Convenio de Nacionales Unidas como el Protocolo de San Salvador sobre Derechos Económicos, Sociales y Culturales, en el marco de la Convención Americana. Sin embargo, su presencia en los foros que discuten y vigilan el avance en la implementación de estos derechos, se reduce a la presentación de informes unilaterales. Se abre la posibilidad de promover, desde las organizaciones de Derechos Humanos, espacios que permitan que especialistas y representantes de organizaciones populares elaboren informes alternativos. Así mismo es posible explorar la posibilidad de acciones de presión ante agencias de Naciones Unidas y otras multilaterales, llamando la atención sobre la contradicción entre las políticas económicas que varias de ellas promueven y su novísimo discurso sobre el Desarrollo Humano sustentable.

Es indudable que vivimos un momento de eclipse de las utopías que han marcado el ritmo de la historia moderna. Esto, sin embargo no puede confundirse con la disolución del horizonte utópico. Este se reconstituirá en la medida que nuevas identidades y prácticas, individuales y sociales, se validen en los nuevos escenarios. A ese proceso, el movimiento de los Derechos Humanos puede aportar los valores que lo sustentan como una suerte de "utopía mínima", propia de un tiempo de transición en un mundo heterogéneo.


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