Así resumen los europeos la performance de su economía en los años de expansión: entre 1973 y 1993 la tasa media de crecimiento del PBI fue de 2,5% anual; sin embargo, el desempleo se triplicó, pasando de 3 a 10%. La expresión - corregida y aumentada- bien podría servir para resumir la situación peruana: "la economía anda bien, pero el empleo no... la educación, la nutrición, la salud, etcétera, tampoco." Hemos escuchado hasta la saciedad las cifras del éxito económico peruano: crecimiento del 7% en 1993 y de 12% en 1994, inflación de 16%, reservas internacionales por cinco mil millones de dólares. Otras cifras han sido mentadas con menos frecuencia: según los resultados de la Tercera Encuesta Nacional sobre Medición de los Niveles de Vida (aplicada en 1994), el 49,6% de los peruanos (alrededor de 11,5 millones) viven en situación de pobreza;es decir, tienen ingresos inferiores al precio total de la canasta familiar básica -y, de ellos, el 20% (4,7 millones) están en situación de extrema pobreza-, con ingresos que ni siquiera cubren los requerimientos alimenticios. Según el Banco Mundial, esta situación afecta al 79% de la población indígena. El 90% de los hogares rurales tienen viviendas que carecen de algún servicio básico. Entre 1987 y 1992 las utilidades crecieron en 33,7%, mientras que las remuneraciones cayeron en 41,2%. Las primeras representan hoy cerca del 70% del ingreso nacional;las segundas, apenas si superan el 20%. El Perú está a punto de ser el país con la estructura de distribución del ingreso más injusta del continente.
¿Qué economía es esta cuyo crecimiento no genera bienestar sino desigualdad? Desde la óptica de los derechos humanos, ¿hay algo que decir frente a ella? Más profunda de lo que parece disipadas las ilusiones optimistas del Occidente capitalista tras el derrumbe de los socialismos reales, cada vez se tiene más conciencia de que nuestro mundo está afectado de una crisis muy profunda. El desencuentro entre crecimiento y bienestar -presente en el Norte y en el Sur- no es sino uno de los síntomas del agotamiento de un patrón de desarrollo que se sustenta en supuestos teóricos y políticos agotados. Si los países del Sur buscaran repetir paso a paso el modelo de desarrollo del Norte, requerirían diez veces las existencias comprobadas de minerales en el mundo. Hoy, el Norte industrializado, con un quinto de la población mundial, absorbe las cuatro quintas partes del ingreso mundial, consume el 70% de la energía, 75% de los metales, 85% de la madera.
Multiplicar estos consumos por cinco significaría una catástrofe peor que la que implicaría el uso del arsenal nuclear. Pasando de lo cuantitativo a lo cualitativo, cabría preguntarse acerca de en qué punto se hallan las sociedades contemporáneas en términos de bienestar generalizado. Sabemos que la pobreza es un concepto relativo: cada sociedad, cada época, tiene su propia línea de pobreza. Pues bien: hoy en Inglaterra hay tantos pobres como a inicios de siglo. Ciertamente, ha cambiado el aspecto de los pobres: los niños mendigos y los ancianos desamparados han sido reemplazados por los jóvenes con relativa formación pero sin empleo, por los cesantes que bordean los cincuenta años. El desempleo es hoy, en el mundo desarrollado, el sinónimo de la pobreza. Ello tiene repercusiones en todos los ámbitos de la vida: provoca frustraciones, erosiona la solidaridad social, debilita la ciudadanía.
En nuestro caso, lo que genera el capitalismo tardío, en su versión subdesarrollada, es la peculiar mezcla de desempleo y subempleo que ha llevado la jornada de trabajo a límites inimaginables. Las consecuencias individuales y sociales de esta situación son similares: la desvalorización del trabajo va de la mano con la desvalorización de los individuos, la reducción de su conciencia de dignidad y derechos, la restricción de sus márgenes de libertad real, el debilitamiento de las solidaridades. No debe extrañar entonces la regresión generalizada en el terreno de las identidades y comportamientos sociales y políticos. Algunos indicadores globales son contundentes: hace veinte años la diferencia entre el 20% más rico del mundo y el 20% más pobre era de 20 a 1;hoy es de 60 a 1. Los más favorecidos reciben el 83% de la renta global, los más pobres el 1,5%. Del {bienestar social} a la {inversión focalizada} El proceso histórico que amplió la manera de entender los derechos humanos tuvo su punto culminante cuando, ya en nuestro siglo, se comenzaron a reconocer -junto a los derechos civiles y políticos- los derechos económicos, sociales y culturales.
Este proceso -teórico y práctico- significaba reconocer como inherentes a la dignidad humana los derechos al trabajo, a la educación, a la salud, a la vivienda, entre otros. Más aun: implicaban reconocer que el hombre es esencialmente social, que su bienestar no puede depender exclusivamente de la lucha por lograr sacar adelante su interés particular sino que requiere la construcción de un escenario -socialmente estatuido y garantizado- que le otorgue las mejores condiciones para el ejercicio de su libertad. Por diversos caminos -las revoluciones sociales, procesos lentos de reforma, pactos históricos- se fueron abriendo paso nuevos regímenes sociales y políticos. Las democracias sociales nacieron y se consolidaron como formas correctivas de las democracias liberales decimonónicas en la medida en que -tal como señala Karl Polanyi- la economía de mercado era vista como un gran peligro para los componentes naturales y humanos del tejido social. La contraposición del {bienestar social} con las libertades individuales -en el caso de los socialismos burocráticos-, así como de los problemas de burocratización y desnaturalización -en el caso de algunos regímenes de inspiración socialdemócrata-, de la mano con cambios en la economía como resultado de la revolución tecnológica y la consolidación de un patrón mundializado de producción, circulación y acumulación, han puesto en crisis la idea misma del {bienestar social}. En muchos casos la crisis ha motivado movimientos más bien correctivos, quedando truncos los anuncios de desmontaje. Pero también es cierto que en otros casos los estragos, sobre todo en las conciencias, han sido mayores. El correlato político e ideológico de estos cambios -como bien se refleja en la Constitución peruana de 1993- es el intento de {privatizar los derechos humanos}, reducirlos a su formulación original: los derechos civiles y políticos del individuo. En este contexto lo {social} no desaparece, pero adquiere nuevas -y peligrosas- connotaciones.
En el Perú, por ejemplo, sería equivocado decir que se está reduciendo el gasto social: en 1994 se gastaron más de 600 millones de dólares en diversos programas y se anuncian más de mil millones para 1995. Los cuestionamientos más frecuentes tienen que ver con la forma de ejecución de tal gasto. Sobre un escenario social en el que prima una débil conciencia de derechos, la absoluta personalización de la acción del Estado apunta a construir relaciones de dependencia y clientelaje que buscan restringir o anular los márgenes de libertad afectiva de los beneficiarios. No son las institucionees las que planifican, discuten, deciden, canalizan. No es casual que se haya postergado sin fecha la creación de la {Superintendencia de la Inversión Social}, la que iba a estar dirigida por Manuel Estela. Más rentable, desde el punto de vista político, es continuar manejando la ayuda a través del Ministerio de la Presidencia y otros organismos similares.
Hay, sin embargo, un problema más de fondo sobre el que vale la pena llamar la atención. En relación con lo {social}, en particular con el gasto social, se ha generalizado el uso de dos palabras que expresan bastante bien la concepción hoy hegemónica: {inversión} y {focalización}. Con la primera se quiere resaltar el hecho de que el gasto social apunta a fortalecer un factor económico, un {capital}, el capital humano. Que, como todo capital, deberá, más adelante, dar utilidades. La segunda palabra apunta a remarcar que el gasto social está orientado a determinados segmentos de la población: los más pobres. Cualquier otro destino del gasto social es puesto en cuestión. Esto, que a primera vista parecería justo en el contexto de extrema pobreza y escasez de recursos, oculta una visión distorsionada de lo {social}. Lo {social}, así entendido, es una compensación excepcional de lo que no se puede lograr por la vía individual. Subyace la idea de que lo normal es que cada uno afronte, a partir del ingreso que genera su actividad privada, el conjunto de los gastos que exige su existencia: alimentación, salud, educación, jubilación, etcétera. La sociedad es una colección de individuos librados a su suerte que solo se ve obligada a asumir responsabilidad frente a los casos excepcionales de quienes, por carencias de diverso origen, no pueden afrontar su existencia.
Satisfacer las necesidades básicas es un derecho fundamental -aunque no lo reconozca así la Constitución de 1993- de todo ser humano. No consiste en recibir como dádiva o como soborno tal o cual bien;menos aun puede ser motivo para el establecimiento de relaciones de dependencia personal. En otras palabras: si se trata de un derecho, no puede identificarse con la acción benevolente de un individuo.
Es por ello que cuando afectivamente se satisfacen las necesidades básicas entendidas como derechos, crece la autonomía de los individuos, su libertad, se afianza su dignidad. Y esto revierte en el fortalecimiento de relaciones voluntarias de solidaridad. Por otro lado, lo social no puede reducirse a la compensación de las carencias individuales. Lo social dimana de la definición misma de ser humano. No es necesario remitirse a Marx o a Aristóteles para fundamentarlo: esto lo podemos comprobar todos y cada uno, en cada una de las etapas de nuestra vida, en cada momento de nuestra existencia. En lo social, en su configuración de una u otra manera, se juega buena parte de la vigencia de la dignidad humana.
Es por tanto un terreno en el cual existen derechos que deben no solo formularse sino también concretarse. La existencia de un tejido de instituciones y derechos positivados que garanticen socialmente la existencia humana, lo que hoy se suele llamar {seguridad humana} - económica, alimentaria, ambiental, personal, comunitaria, política-no tiene por qué contraponerse al ejercicio de las libertades individuales.Por el contrario, es la base indispensable para el ejercicio de estas.
El desencuentro entre crecimiento económico y desarrollo se plasma en varias paradojas: abundancia de bienes, deterioro de la calidad de vida;prédica de la libertad individual, restricciones múltiples a su ejercicio generalizado; deterioro generalizado de la infraestructura social de satisfacción de las necesidades vitales. Resolverlas implica modificar los términos mismos en los que hasta hoy se han pensado los problemas de la economía y la sociedad. Reinventar la economía política volviendo a sus raíces; al fin y al cabo, para el propio Adam Smith la economía no era sino una rama de la moral.
Empleo productivo, tecnologías adecuadas, reorientación espacial del desarrollo, son algunas de las expresiones que aparecen -o reaparecen- con cierta frecuencia. Desarrollo sustentable, {estilo} de desarrollo, aluden a la necesidad de caminos nuevos. Pero para que estos sean viables, se requiere que opere en la sociedad -y no solo en los teóricos de la economía y la política- una auténtica revolución cultural.
Se necesita asentar la idea de que el objetivo de la economía no es otro que el bienestar humano, la satisfacción creciente y generalizada de las necesidades humanas integrales. Y para que esto suceda, en una sociedad deslumbrada por lo cuantitativo, es necesario construir indicadores alternativos a los usuales (PBI, ingreso per cápita, etcétera).
Existen diversas propuestas en torno a la definición de un indicador del desarrollo humano que tome en cuenta el bienestar general, la calidad de vida, la distribución del ingreso, la ampliación de la libertad real. Aunque sea difícil percibirlo desde nuestra precariedad, el mundo contemporáneo camina a redefiniciones muy profundas de ideas claves de la economía política: la riqueza, la producción, el propio trabajo, no tendrán en adelante las mismas connotaciones. La globalización, tan alabada cuando se refiere a la circulación de mercancías y capitales, también tiene su correlato en el mundo del trabajo y los derechos. Los flujos migratorios son una avanzada de lo primero: tarde o temprano vendrán movimientos de homologación de las conquistas sociales, requisito indispensable para evitar nuevas formas de dumping, el llamado dumping social.
Repetir el camino del mero crecimiento como sinónimo de desarrollo, cuando este muestra su agotamiento, es quizá el más grave de los errores de quienes hoy nos gobiernan. Solamente recuperando la dimensión social de la vida humana y poniendo en el centro la preocupación por el bienestar humano será posible romper el entrampamiento y hacer viable nuestra sociedad. SUMILLAS:
* Entre 1987 y 1992 las utilidades crecieron en 33,7%, mientras que las remuneraciones cayeron en 41,2%. Las primeras representan hoy cerca del 70% del ingreso nacional; las segundas, apenas si superan el 20%. El Perú está a punto de ser el país con la estructura de distribución del ingreso más injusta del continente.
* ... los niños mendigos y los ancianos desamparados han sido reemplazados por los jóvenes con relativa formación pero sin empleo, por los cesantes que bordean los cincuenta años. El desempleo es hoy, en el mundo desarrollado, el sinónimo de la pobreza.
* ... hace veinte años la diferencia entre el 20% más rico del mundo y el 20% más pobre era de 20 a 1;hoy es de 60 a 1. Los más favorecidos reciben el 83% de la renta global, los más pobres el 1,5%.
* En el Perú, por ejemplo, sería equivocado decir que se está reduciendo el gasto social: en 1994 se gastaron más de 600 millonesde dólares en diversos programas y se anuncian más de mil millones para 1995. Los cuestionamientos más frecuentes tienen que ver con la forma de ejecución de tal gasto.
* La sociedad es una colección de individuos librados a su suerte que solo se ve obligada a asumir responsabilidad frente a los casos excepcionales de quienes, por carencias de diverso origen, no pueden afrontar su existencia.
* Se necesita asentar la idea de que el objetivo de la economía no es otro que el bienestar humano, la satisfacción creciente y generalizada de las necesidades humanas integrales.
* Repetir el camino del mero crecimiento como sinónimo de desarrollo, cuando este muestra su agotamiento, es quizá el más grave de los errores de quienes hoy nos gobiernan.